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Analistas 09/05/2020

Guerra e instituciones

Gustavo Moreno Montalvo
Consultor independiente

La guerra es evento político que legitima el homicidio. Nunca es la mejor solución para los conflictos: cuesta vidas, usa recursos públicos y privados para la destrucción, entristece la cotidianidad y cercena proyectos importantes, muchas veces de manera definitiva. Sin embargo, a veces es inevitable porque el enemigo así lo decide; en este caso conviene reconocer realidades y asumir consecuencias.

Cuando aflora, de manera abierta o mediante conductas pugnaces, la sociedad debe organizarse para enfrentar la situación. Colombia ha vivido en guerra contra distintas agrupaciones asociadas al narcotráfico desde hace cuatro décadas, cuando las cadenas de valor ilícitas detectaron que la institucionalidad del país les permitía construir plataformas de poder para asegurar su negocio.

En el corazón del asunto está la incapacidad del Estado colombiano para hacer efectivo el monopolio del poder coercitivo desde la independencia; en el siglo diecinueve hubo 12 guerras civiles; la pugna entre centralismo y federalismo se resolvió en lo formal mediante la combinación de centralización política y descentralización administrativa, establecida en la Constitución conservadora de 1886, a la cual sucedieron la liberal de 1936, la tecnocrática de 1968 y la improvisación de 1991. Sin embargo, en la vida cotidiana el Estado no ha hecho presencia efectiva en zonas apartadas, por lo cual otros pueden imponer su voluntad sobre poblaciones enteras.

El asunto ha tenido fachada ideológica porque la desigualdad alimentó discurso justificativo de fuerzas efectivas desde los años sesenta del siglo pasado; ellas consolidaron su capacidad para ocupar territorio mediante la vinculación a la cadena de valor de la coca.

Así, las Farc llegaron a tener 468 municipios bajo su control en 2002, y tuvieron serio impacto en la red de transporte nacional. Al terminar el gobierno de Álvaro Uribe la cifra había bajado a menos de 250 municipios, como fruto de importantes operaciones militares, pero el Estado no había reconocido la circunstancia bélica: aducía que eran meros delincuentes.

A raíz de la negociación con la administración de Juan Manuel Santos con las Farc se desmovilizaron casi 8.000 soldados enemigos, pero el Estado no ocupó el territorio que abandonaron. Desde entonces la expresión de violencia en la periferia, cuyo actor ulterior más relevante es el cartel mexicano de Sinaloa, se ha concentrado en unos 90 municipios coqueros, donde los servicios de seguridad, justicia, salud y educación son precarios; subsiste la participación de grupos con discurso político, como el ELN y supuestas disidencias de Farc y EPL, pero también de mercenarios inclementes de diversas nacionalidades.

Reconocer realidades es solo un paso, pero es necesario. Los problemas más serios que vive el país son la desigualdad y la guerra de la coca, dramas alimentados por la ineficacia de las instituciones públicas básicas. Es necesario enderezar los procesos públicos básicos: legislar, juzgar, administrar. Con mejores instituciones se puede y se debe ganar la guerra de la coca.

Además el país no puede seguir en proclamas de defensa de derechos fundamentales, cuando la tasa de homicidio es del orden de 25 por cada 100.000 habitantes y numerosos líderes sociales son víctimas. Convivir en paz y debatir sin imponer es la base de la democracia. Construir un Estado eficaz nos dará mejor futuro.

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