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En el mundo corporativo repetimos que “el talento es el activo más importante”. Pero si eso fuera verdad, las empresas invertirían menos en reemplazar personas y más en cuestionar el liderazgo que las expulsa. La realidad es incómoda: la gente no renuncia a compañías, renuncia a líderes. Y todavía más incómodo es aceptar que muchos directivos creen que su equipo les pertenece por contrato, cuando en realidad solo los acompaña mientras sienten que vale la pena quedarse.
El concepto de “retención” revela el problema. Retener es sostener a alguien para que no se vaya. Es control. Es ego. Es miedo a perder poder. ¿Desde cuándo liderar es impedir el movimiento? El liderazgo auténtico no retiene: atrae. Y la atracción no nace del cargo, sino de la conciencia. Nadie quiere quedarse con un jefe reactivo, incoherente o emocionalmente inmaduro. La permanencia forzada es esclavitud corporativa; la permanencia consciente es confianza ganada.
Aquí aparece una idea que el mundo empresarial evita: el liderazgo no se mide solo por resultados, sino por la gestión emocional del líder. Porque un directivo que cumple indicadores, pero vive desbordado, resentido o incapaz de asumir responsabilidad por su propia vida, termina proyectando ese caos en su equipo. El talento no sigue a quien gana cifras, sino a quien tiene carácter. La capacidad de tomar decisiones personales maduras -en su salud, sus relaciones, su tiempo y su propósito- es el verdadero termómetro del liderazgo. Un líder que no puede liderarse a sí mismo jamás liderará a otros.
Muchos ejecutivos son brillantes técnicamente y analfabetas emocionalmente. Hablan de cultura, pero gobiernan con miedo. Exigen compromiso, pero no se hacen cargo de sus sombras. Creen que mandar es lo mismo que conducir. Y cuando alguien renuncia, lo interpretan como traición, no como espejo.
Pero una renuncia no es fuga de talento: es evidencia de incompetencia emocional en la cima.
Liderar es responsabilizarse primero por la propia vida. Un líder que se conoce, se ordena, se sana y actúa desde la conciencia se vuelve magnético. Porque la atracción -a diferencia de la retención- no opera desde el control, sino desde la coherencia. La gente quiere quedarse donde puede crecer, no donde debe obedecer. En cambio, los líderes que operan desde el ego necesitan controlar, retener, vigilar. El mensaje es claro: quien necesita retener demuestra que teme no merecer.
Merecer talento implica tres pilares. Primero, coherencia: que el ejemplo hable más que el discurso. Segundo, propósito: que el “para qué” sea más fuerte que el “porque toca”. Tercero, madurez emocional: la capacidad de asumir errores sin culpar, de conversar sin destruir y de tomar decisiones sin victimismo. El liderazgo no es un cargo; es un estado interno.
Las empresas que entiendan esto no necesitarán planes de retención. La gente querrá quedarse. No por miedo ni salario, sino porque verá en el líder un modelo de vida, no solo un jefe. Las que insistan en controlar terminarán llenas de empleados presentes y mentes renunciadas.
El liderazgo del futuro no es jerarquía: es conciencia. No es retener cuerpos: es atraer voluntades. Porque al final, un líder solo tiene derecho a ser seguido cuando demuestra que seguirlo vale la vida profesional -y emocional- que se entrega.
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