MI SELECCIÓN DE NOTICIAS
Noticias personalizadas, de acuerdo a sus temas de interés
El Gobierno insiste en vender la reforma tributaria como un acto de justicia social. La verdad es otra: estamos ante un Estado que no corrige sus excesos, pero sí exige más de quienes ya sostienen el país. Con la meta de recaudar $26 billones para financiar 2026, la reforma no soluciona el problema de fondo: la incapacidad de gastar bien.
A las personas naturales se les sube la tarifa marginal hasta 41% y se les quitan beneficios básicos como la deducción por dependientes y el descuento sobre dividendos. No hablamos de grandes fortunas, sino de familias de clase media que ya soportan inflación, devaluación y desempleo. En lugar de proteger al ciudadano cumplido, se le aprieta un poco más. A las empresas, en especial a bancos, aseguradoras y al sector de hidrocarburos, se les impone una tarifa efectiva de 50% y se endurecen reglas de deducibilidad. Se castiga a quienes generan empleo, crédito y competitividad. El mensaje es claro: en Colombia producir se vuelve un lujo, no una oportunidad.
El impuesto al patrimonio baja su umbral y amplía la base a más de 100.000 contribuyentes, con tarifas de hasta 5%. Es gravar lo ya gravado. Patrimonios que se formaron con años de esfuerzo ahora son vistos como fuente inagotable para financiar la ineficiencia estatal. Se erosiona la confianza en el ahorro, justo cuando el país necesita estimular inversión a largo plazo. El IVA, convertido en la caja registradora del Estado, sube a la gasolina y al Acpm, grava servicios digitales y turísticos, espectáculos culturales y hasta bienes esenciales que antes tenían tarifa reducida. Es un golpe directo al consumo y al dinamismo de sectores estratégicos como innovación, turismo y cultura.
La normalización tributaria, reintroducida con tarifa de 15%, envía un mensaje inquietante: el que incumple tiene premio. Mientras tanto, al contribuyente que declara y paga se le multiplican sanciones por errores formales o retrasos. Se desvirtúa la idea de justicia fiscal y se alimenta la sensación de que cumplir no vale la pena. El proyecto también amplía las facultades de fiscalización y sanción de entidades como la Dian, la Superintendencia de Servicios Públicos y el Invima. Cada vez más poder de cobro, cada vez menos garantías. El ciudadano queda acorralado frente a un Estado que vigila, sanciona y recauda, pero que rara vez rinde cuentas sobre cómo gasta.
El problema no está en recaudar, sino en gastar bien. Colombia pierde billones cada año en corrupción, burocracia y clientelismo. Antes de pedir más, el Estado debería mostrar disciplina, reducir privilegios políticos y priorizar proyectos que generen desarrollo real. Sin ese cambio, toda reforma será un parche recaudatorio que profundiza la desconfianza.
La tributación debería ser un pacto de confianza entre ciudadano y Estado. Hoy es una jaula. Esta reforma no redistribuye, confisca. No construye futuro, lo hipotecará. Y el costo no será solo económico: será la erosión de la confianza en un país que, en lugar de premiar al que produce, lo castiga.
Ojo que el juego de la tributaria puede ser la distracción para quedarse con la Corte Constitucional y tener carta abierta para en este tiempo desarmar la institucionalidad. Como decía mi mama: soldado advertido, no muere en guerra.
Pero además de jardineros, los osos de anteojos también son arquitectos, pues construyen nuevos caminos para abrir bosques muy tupidos, dejar que entre más luz y, de esta manera, permitir el crecimiento de nuevas plantas
Nuestro compromiso es ser recordados por obras de infraestructura material que dejen un invaluable legado social