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Analistas 06/04/2023

Contrición económica

Germán Eduardo Vargas
Catedrático/Columnista

Los mitos, las emociones y los pecados capitalistas siempre estuvieron interrelacionados.

Antes de Cristo (a. C.), mediante “Los Nueve Libros de la Historia”, Heródoto de Halicarnaso relató algo que interpreto como una parábola tributaria: un Faraón advierte a otro tirano, Polícrates -cuya máxima era que “sus amigos le agradecerían más lo restituido que lo nunca robado”-, que la fortuna le saldría cara algún día porque “los dioses tienen su poco de envidia” (Libro III, Secciones XXXIX-XLVI).

Según anunciaban, su salvación dependía de que renunciara a la posesión más preciada: aquella que, pese a intentar perderla, de manera fortuita siempre terminaba recuperando. Aunque desde entonces un aforismo reza que “de eso tan bueno no dan tanto”, el arquetipo eligió denominarse “éxito para quien tiene éxito”, y su concentración de la riqueza nos condenó a la maldición de la inequidad.

Después de Cristo (d. C.), descubrimos algunas revelaciones tras las promesas o falacias del teocentrismo. Happiness in World History (Stearns, 2020) equipara su soberbia, violencia y ambición, con la de aquellas minorías que aspiraban a monopolizar el control imperial o el poder feudal. Reforzando semejante intransigencia, hasta el Renacimiento la imposición de votos de “culpa”, sacrificio y expresión adusta, operaba como moneda de cambio social -luego, la Ilustración nos quitó la obligación de aparentar humildad o arrepentimiento-.

Apenas en 1776, la Declaración de Independencia de EE.UU. estableció como derechos inalienables a la igualdad, “la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Coincidiría con aquella Constitución Francesa que, desde otro espacio-tiempo, reconoció al “menosprecio” como causa de “las calamidades públicas y la corrupción”, para erigirse sobre “principios simples e indiscutibles” que “redundaran, siempre, en […] la felicidad de todos”.

Esos textos sólo empezaron a traducirse en acciones desde 1929, tras la Gran Depresión, gracias a la Política del Estado de Bienestar que había gestado la revolucionaria fundadora de London School of Economics. Tal como el moderno telescopio, observando más allá de lo aparentemente visible, el Minority Report de Webb avizoró que somos milagros y merecemos cuidados dignos, desde la cuna hasta la tumba, estableciendo un “estándar mínimo de vida civilizada”.

Sin embargo, tras un par de décadas con relativa prosperidad socialdemócrata, gracias al reconstructivo y reconciliador Plan Marshall, la desgracia arremetió porque se derrumbó la competencia que promovía la guerra fría del comunismo-socialismo, para concebir alternativas que equilibraran su meritocracia colapsada planificación centralizada.

Colocamos todos los huevos en la acaparadora canasta de la supremacía neoliberal, y volvieron a ponerse de moda los rostros del Estado de Malestar, como en la era medieval, siendo los tiranos modernos el “dataísmo” y la meritocracia. Sin trascendencia satisfactoria, ante tanta irracionalidad económica, nuestras carencias son expuestas por esas hojas de parra, el hedonismo mercantilizado y el blanqueamiento de sonrisas o capitales.

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