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Hace poco llegué a una clase en la que el profesor nos dijo que durante todo el año escolar quería que cuestionáramos aquellas opiniones con las que no estuviésemos de acuerdo. Dijo algo como: “Quiero que me muestren qué tan crítico es su pensamiento, incluso cuando reten mis propias opiniones y criterios”. Aquello me sorprendió, pero al pensarlo un poco más, me di cuenta de que esta era una invitación a que ejerciéramos el pensamiento crítico, aquel que es tan importante ejercer entre todos los jóvenes.
Más que una herramienta de argumentación o el arma secreta del debate, el pensamiento crítico es aquello que se desempeña desde el conocimiento y el análisis. Es aquel que tiene el poder de protegernos de las constantes amenazas que se presentan en la cotidianidad.
También es aquella herramienta que nos permite analizar la contraparte con objetividad, de manera que un compartir de ideas termine en un ejercicio constructivo y no en una pelea.
Dos mentes críticas son mejores que una. Sin oposición, no hay forma de encontrar soluciones reales. Se necesitan los errores, las fallas y las preguntas difíciles para llegar a respuestas verdaderamente valiosas y transformadoras.
¿Dónde estaríamos sin el pensamiento crítico? Probablemente muchas de las grandes ideas y proyectos que han transformado a la humanidad nunca habrían visto la luz. Señalar errores no es atacar, y esto es algo que, en especial, los jóvenes debemos comprender. La crítica constructiva no es aquella que destruye, es aquella que impulsa, afina y mejora. Como bien dicen los grandes maestros, ellos no solo enseñan, también aprenden.
Es casi como una hipótesis científica: no basta con creer o afirmar, se necesita fundamentar. Una idea no se confirma con gritos, violencia ni descalificaciones. Se fortalece cuando está sostenida por argumentos sólidos, datos confiables y apertura al diálogo.
La ausencia de pensamiento crítico ha llevado a que muchos jóvenes tomen las armas, se unan a la violencia o caigan en trampas que prometen poder, dinero o reconocimiento a cambio de perder su dignidad. Lo vemos reflejado en nuestro país, donde la falta de acceso a una educación de calidad o, aún más grave, la ausencia de objetividad y reflexión hace que los jóvenes se apeguen a causas extremas, movimientos violentos o discursos manipuladores.
Cuando no se enseña a pensar, a cuestionar ni a analizar la información, es fácil convertir a los jóvenes en herramientas de otros: en escudos humanos, en piezas políticas, en víctimas del populismo, la desinformación y la violencia. La manipulación se vuelve más sencilla cuando no hay pensamiento propio que le haga frente.
Por eso, reclutar, convencer y usar a los jóvenes para fines ajenos a su bienestar -ya sea como miembros de grupos violentos, agitadores o símbolos de propaganda- se vuelve una tarea fácil en contextos donde el pensamiento crítico ha sido desplazado por el conformismo, la desinformación y el miedo.
Frente a esta realidad, como sociedad, y especialmente como jóvenes, tenemos una responsabilidad urgente de cultivar y fortalecer nuestro criterio, educarnos en la duda razonable, en la argumentación sólida y en la empatía mediante el pensamiento crítico.
Este no debería ser un lujo ni una habilidad secundaria. Es una necesidad urgente en tiempos donde las ideologías extremas y la manipulación digital intentan llenar el vacío que deja la falta de criterio. Si queremos construir una sociedad más justa, pacífica y consciente, debemos apostar por una juventud capaz de pensar por sí misma, de disentir con respeto y de actuar con convicción, no por presión.