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Hace más de cuatro siglos, un hombre se atrevió a mirar el cielo de otro modo. No solo observó las estrellas: las pensó. Con un telescopio rudimentario, Galileo Galilei afirmó algo que controvertía las bases de la fe y del poder: que la Tierra -y con ella el ser humano- no ocupaba el centro del universo. La sola idea de que el cielo no giraba a nuestro alrededor fue suficiente para convertirlo en enemigo. El Santo Oficio de la Inquisición lo acusó de herejía, lo obligó a retractarse, y lo condenó al exilio. Sin embargo, cuanta la historia que al salir del tribunal, murmuró: “Eppur si muove” -“Y sin embargo, se mueve”-. Un acto más que de rebeldía, de convicción.
Pasado el tiempo la ciencia confirmaría lo que Galileo había visto: la Tierra no era el centro de nada, dando paso al heliocentrismo, una revolución que no solo cambió la astronomía, sino la forma en que el ser humano se pensaba a sí mismo. Hoy, siglos después, vivimos otra revolución silenciosa, denominada el posthumanismo, y tal como ocurrió en tiempos de Galileo, vuelve a recordarnos una verdad incómoda: el hombre no es el centro del mundo.
El posthumanismo nos invita a repensar nuestra posición en el tejido de la vida. Nos dice que no estamos solos, compartimos la existencia con otros seres -animales, máquinas, inteligencias artificiales, microorganismos- y que todos participamos de un entramado común de materia y energía, y que ya no es solo la voluntad humana la que determina el rumbo de las cosas, sino una red inmensa y entrelazada donde cada agente, biológico o tecnológico, influye en el destino del planeta.
Como advierte Paula Sibilia, el cuerpo humano se ha convertido en “un territorio de experimentación”, un espacio donde lo biológico y lo digital se funden en nuevas formas de ser. En El hombre postorgánico, escribe: “Nuestra subjetividad se está reconfigurando en una trama donde el cuerpo ya no es límite, sino interfaz”. Lo que antes nos definía -la piel, la carne, la biología- ahora se desdibuja frente a las prótesis, los datos y los circuitos que prolongan nuestras capacidades. Somos, sin quererlo, los protagonistas de una metamorfosis silenciosa.
También Donna Haraway lo había anticipado planteado en su Manifiesto Cyborg. Allí proponía una figura capaz de habitar las zonas intermedias, lejos de las viejas divisiones entre humano y máquina, naturaleza y cultura, hombre y mujer. “Somos híbridos de máquina y organismo”, decía, “construcciones teóricas y ficciones vivas”.
Aceptar que no somos el centro no nos disminuye; nos humaniza de otro modo. Nos enseña que la vida, la técnica y la materia no son dominios separados, sino corrientes que se tocan, se mezclan y se transforman unas en otras. Quizás, como Galileo, el pensamiento posthumanista también deba ser acusado de herejía antes de ser comprendido. Pero cuando eso ocurra, cuando volvamos a mirar el cielo -o la pantalla- con otros ojos, quizá podamos repetir: “Y sin embargo, todo sigue moviéndose”.