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Para entender qué es la obsolescencia programada, es necesario comprender primero cómo han cambiado las prioridades humanas en el último siglo con el auge de la técnica. Hemos pasado de una búsqueda genuina por el bienestar de las personas a priorizar la rentabilidad de las organizaciones, un imperativo que garantiza la salud financiera empresarial a costa de la estabilidad de las personas. Este giro radical ha condicionado la manera en que producimos, pensamos y consumimos.
¿Hacer una cuchilla de afeitar que dure más de tres usos es posible? Claro que lo es, y a la luz de un comportamiento ético con las personas y un acto responsable con el ambiente, no solo debería ser posible, sino obligatorio. Después de todo, el plástico y el metal que se utilizan en ellas difícilmente entrarán a la circularidad. Con cada afeitada, estas máquinas se convierten en desechos errantes que terminarán en rellenos sanitarios, sepultadas bajo la tierra, o flotando en el fondo de nuestros lagos y océanos. Permitir la fragilidad del producto es, en esencia, diseñar la fragilidad del medio ambiente.
Las lógicas del mercado han sabido capitalizar esta velocidad y el estrés que genera la vida moderna. A través de sofisticadas estrategias de marketing y persuasión, el sistema transforma la preocupación existencial en un impulso “vital” de consumir. Se nos bombardea con la idea de que podemos llenar el vacío o aliviar la ansiedad provocada por la alta velocidad del desarrollo social y tecnológico adquiriendo lo nuevo. Convirtiendo productos innecesarios en placebos: pequeñas dosis de dopamina instantánea que sirven como un escape o una recompensa momentánea ante las tensiones cotidianas.
Y entonces, ¿por qué los hombres permitimos esta práctica a todas luces perversa? La respuesta podría resultar aún más inquietante: a las personas nos gusta consumir, hemos adoptado el ciclo de comprar, usar y desechar -cada vez en periodos más cortos- como una práctica que nos brinda placer, ya sea al adquirir prendas de vestir de moda efímera, tecnología que exige ser de punta para funcionar con las últimas actualizaciones, o al alimentar una necesidad de pertenecer a un grupo exclusivo. Hemos normalizado la obsolescencia no solo como un modelo económico, sino como un estilo de vida. Esta necesidad constante de reemplazo nos encadena a un ciclo que es difícil de romper, pues, como señala Zygmunt Bauman:
“En una sociedad de consumo, la única forma de garantizar la lealtad de los consumidores es destruir la durabilidad”.
Qué tal si empezamos a usar prendas de vestir menos perecederas, y normalizamos el repetir vestuario en las fiestas. Qué tal si utilizamos un fino, pero no desechable, reloj clásico de pulso, uno que también de estatus. O si utilizamos un carro o una moto de esas que con el tiempo no solo ganan valor monetario, sino la admiración de todas las personas. Hacer consciente el juego perverso del mercado y las trampas para ser admitidos en sociedad es, sin ninguna duda, un acto liberador.
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