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La columna iba a ser otra. Pensaba escribir sobre la brecha de género en el sector tecnológico, con cifras y tendencias. Pero después de conversar con una mujer brillante -fundadora, ambiciosa, con esa presencia que llena un espacio sin pedir permiso- entendí que lo urgente era esto. Su relato, dicho entre silencios medidos, me obligó a cambiar de tema: porque incluso ella, tan segura y poderosa, tuvo que callar para no arriesgarlo todo.
Imagínese el escenario: un pitch en el extranjero, portátil abierto, diapositivas listas, el café ya frío en la mesa. En lugar de hablar de métricas, una mano cruza el límite de su cuerpo. Ella calla. No por falta de carácter, sino porque sabe con precisión quirúrgica cuál es el precio de hablar: perder la inversión, adiós al cliente con el que lleva meses trabajando, perder el viaje y al menos dos meses de esfuerzo. Y, sobre todo, quedar marcada como la “conflictiva”. Cargar sola con el estigma. Porque, al final, ¿qué más?
Ese silencio no es individual, es estructural. Un estudio con más de 300 mujeres en tecnología reveló que 44% de las fundadoras ha sufrido acoso. 65% recibió propuestas sexuales a cambio de financiación o contactos, y en 64% de los casos el agresor nunca enfrentó consecuencias. Mientras tanto, solo 16% de las víctimas reporta siempre lo ocurrido. Los porcentajes apenas confirman lo que ya sabemos: para sobrevivir profesionalmente, hay que tragar en seco y callar.
En América Latina, el patrón se repite con otros matices. Según McKinsey, apenas 30% de los puestos tecnológicos están ocupados por mujeres, y en la alta dirección la cifra cae a 12%. En Colombia, aunque las mujeres se gradúan más que los hombres, solo tres de cada diez trabajadores en ciencias de la computación son mujeres. Y aún en los pasillos digitales, la violencia persiste: más de la mitad ha recibido contenido sexual no solicitado. El acoso no distingue entre salas de juntas, correos o fiestas empresariales: se cuela en cualquier espacio.
Pero más allá de los números, está la carga invisible. Muchas de esas mujeres lideran equipos, sostienen familias, crían hijos en medio de carreras exigentes. Traen consigo resiliencia, visión estratégica y hambre de futuro. Lo que debería ser capital invaluable termina reducido a un examen constante de su carácter y, de paso, de su cuerpo.
La escena de ese pitch -y de tantos otros espacios donde se juega el futuro de un negocio- no debería repetirse. La industria presume de innovación, ética en inteligencia artificial y los últimos avances en Silicon Valley, pero mientras las mujeres tengan que negociar su silencio para poder liderar, ese futuro estará construido sobre pura hipocresía.
El precio del silencio es impagable: talento perdido, mujeres que, por hablar, pierden su empleo; empresas que se achican e ideas que nunca llegan al mercado. Es capital humano desaprovechado porque alguien decidió que la violencia quedara impune. Y lo seguimos pagando todas.
Romper el ciclo no es un acto individual: es responsabilidad de quienes ponen el dinero, de las empresas que contratan y de los gobiernos que regulan. Protocolos claros y consecuencias reales, son condiciones mínimas para que la creatividad exista sin miedo.
Lo que mata la innovación no es la falta de ideas, sino el silencio impuesto. Mientras una mujer tenga que callar para conservar su lugar, cada negocio cerrado será también una derrota colectiva.
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la posverdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas conveniente