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Una enorme casona de amplios corredores rebosantes de geranios y begonias de colores encendidos; el patio empedrado, enmarcado en desteñidas pilastras de motilón, resistentes al comején y a la polilla; amanecía, y ya las campanas de la iglesia convocaban los fieles a misa de seis; un joven de blancas facciones, con cara de paisa, como llamaban las gentes de mi tierra a los extraños que llegaban, casi siempre en plan de negocios, a un pueblo de naturaleza andina, habitado por descendientes de indios y por mestizos de piel cobriza, yacía en el suelo, atadas las manos a la espalda y los pies fuertemente sujetados con esos lazos de amarrar terneros; vestía una camisa de color indefinido claro, raída por el sudor y el uso, pantalones caqui y zapatos Croydon; miraba espantado a los soldados que, en cuclillas, sorbían ávidamente una humeante taza de café. Corrían los años sesenta y, a pesar del tiempo transcurrido, no se ha borrado de mi mente la imagen de ese muchacho imberbe que temblaba de terror y de frío en el patio de mi casa.
Mi padre era el alcalde de un pueblo, perdido en la cordillera, cuando ser alcalde era un honor, y nadie contemplaba la posibilidad de apoderarse de un peso del escuálido presupuesto, que a duras penas alcanzaba para pagar los cinco o seis funcionarios municipales. El Ejército pasó por la casa del alcalde, mostrando el resultado de una operación, en la que había capturado un subversivo, y “dado de baja” a otro, cuyos pies, cubiertos con botas pantaneras, alcancé a ver, tirado en el piso del camión verde militar.
Jamás podrá borrarse de mi mente la imagen de mi madre, inclinada, dando de comer al prisionero atado de pies y manos. Era una escena surrealista grabada por un niño que, escondido tras la puerta de su habitación, no entendía el barullo que esa mañana entró a su casa, donde nunca había sucedido ni sucedería nada semejante, hasta cuando, muchos años después, un “tatuco” acabara con geranios y begonias.
Esa es la primera imagen que tengo de la violencia. Muchas fueron las veces que por razones de nuestro rol, en la vida pública, fuimos a los pueblos del Cauca a llorar con las viudas y a presenciar el llanto desgarrador de los hijos de las víctimas. Desde que la imagen pavorosa de la violencia entró esa mañana a mi casa y a mi vida, la zozobra, el temor y la incertidumbre han sido el diario vivir de millones de compatriotas.
Todos los colombianos hemos sido víctimas de una guerra insulsa. No tienen derecho los enemigos del proceso de La Habana a frustrar nuestra esperanza de vivir en paz. Los que sufrimos poco y los que sufrieron mucho, nos reservemos el derecho de perdonar a quienes, por mil razones, se revelaron contra el Estado, portando un fusil, en aras de sus convicciones políticas o por fuerza de un destino ineludible.
No quiero seguir buscando argumentos para convertir conversos; simplemente creo que los fundamentalistas político religiosos, que se apoderaron de un triunfo electoral espurio, debían repasar los argumentos que expusieron para aprobar la ley de Alternatividad Penal y la de Justicia y Paz, y aplicarlos a este Acuerdo, que no tiene los dobleces de aquel, ni sus costos, ni el inconfesable disfraz político que le pusieron para que paramilitares y narcotraficantes se beneficiaran con una norma que ignoró a las víctimas y es un leviatán de impunidad .
Uribe y algunos de sus amigos, no quieren permitir que las Farc, cuyos errores han sido inconmensurables, pero que han dado todas las muestras posibles de su voluntad irrevocable de paz, renuncien a las armas, para reintegrarse a la sociedad. Querer imponerles la cárcel y la inelegibilidad, es invalidar la esencia misma del diálogo, convalidado por la comunidad internacional con subversivos políticos y no con delincuentes comunes. Discrepar es legítimo, pero nada los habilita para jugar con nuestro futuro. El Presidente no ha perdido la obligación constitucional de buscar la paz y el Congreso tiene facultades plenas para hacerlo. Se hace tarde.
¡Manos a la obra!
El ciudadano común nunca las relaciona con el salario mínimo, pero vive sus consecuencias. Por ejemplo, puede complicar lograr la pensión para algunos Colombianos
En este contexto, la valentía no es un rasgo heroico sino una disciplina. Quienes llegan al cargo suelen haber trabajado más de dos décadas antes de asumirlo
Entre más atroces sus actos, mejor les va en la repartija de las prebendas estatales