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Analistas 14/07/2014

Áreas protegidas

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean
La República Más
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Uno de los inventos de la modernidad globalizada que ha tenido mayor repercusión en el ordenamiento territorial, social y económico de las naciones es el de las áreas protegidas. Léase parques nacionales, reservas biológicas, santuarios, monumentos naturales o alguna de las decenas de denominaciones con las que se determina un régimen especial de manejo público, normalmente definido a perpetuidad, para sitios específicos de la Nación cuyas características de paisaje, biota, gea o cultura, valora y desea preservar la sociedad. 

La creación y manejo de los sistemas de áreas protegidas se hace dentro de un contexto de políticas de desarrollo que a menudo no entiende su papel, pues son muchas las implicaciones de privilegiar el valor de los beneficios distantes y colectivos del uso de un territorio, por encima de los inmediatos y particulares. Es el caso de la declaración, por parte del gobierno actual (tan afortunada como esperada), de la estrella fluvial de Inírida, en la frontera colombo venezolana, como un humedal Ramsar, es decir, como un espacio que privilegiará el manejo responsable y sostenible de su condición, mundialmente reconocida, de ser un ecosistema acuático excepcional. La decisión implica un régimen de manejo en el cual se privilegian ciertas actividades humanas por encima de otras, con el criterio básico de su inocuidad: no, como a menudo se dice, “sacar la gente”, un mito común entre quienes creen que somos incapaces de convivir con la biodiversidad de manera mutuamente conveniente.

Esta semana se celebra un nuevo Congreso Nacional de Áreas Protegidas, con el fin de debatir científica y abiertamente el estado de nuestro sistema de parques, evaluar su gestión y considerar ajustes en sus políticas y estrategias. Temas como la investigación biológica o el uso de recursos por parte de comunidades locales volverán a discutirse con ahínco, pues la primera está casi abandonada y la segunda aún representa un reto complejo, en la medida que poco sabemos de los umbrales que deben definir el alcance de conceptos como el de “subsistencia”. Colombia, así como posee grandes parques con experimentos excepcionales de manejo compartido del territorio con comunidades locales (la mayoría de parques amazónicos se ha hecho así), también posee graves conflictos asociados con las mismas causas históricas de la inequidad en el acceso a la tierra y sus recursos: el caso más delicado, el del parque Tinigua, a orillas del río Duda, en el área de manejo especial de La Macarena. 

También surgirán debates acerca del tipo de turismo conveniente o posible en las áreas protegidas públicas, un tema central para la construcción de identidad nacional y reconocimiento del territorio por parte de la sociedad colombiana y que sigue perdida en medio de discusiones puntuales sobre la ubicación de tal cual hotel, en vez de concentrarse en la necesidad de abrir organizadamente sus puertas a millones de colombianos enclaustrados en sus televisores urbanos llenos de fauna y flora virtuales. Es inconcebible que en Cali, Medellín o Bogotá no haya visitas constantes y guiadas a todos los estudiantes y ciudadanos que requieren conocer los páramos de los cuales depende su bienestar, para querer más a su país y sentirse orgullosos de eso que llamamos biodiversidad, pero pocos tenemos el privilegio de experimentar.

Las áreas protegidas privadas, por otra parte, han tenido un desarrollo moderado en el país, pese a la voluntad de miles de propietarios de tierra a consagrar una parte de ella a la preservación ecológica para beneficio colectivo. No hay áreas creadas o manejadas por empresarios, algo común en Sudáfrica por ejemplo, ni hay bancos de tierras o de hábitat para mejorar la cobertura de proyectos de conservación eficaces: reconocemos las áreas protegidas como un instrumento de ordenamiento, pero no hacemos ciencia del ordenamiento, y la estructuración ecológica del país es un proceso controversial que, si bien se abordó buscando cumplir metas en el pasado plan de desarrollo, deberá retomarse bajo la guía de la política de gestión integral de la biodiversidad y los servicios ecosistémicos, que reconoce e insiste en la necesidad de un proyecto ecológico de nación que no polarice las visiones de conservación y desarrollo, ni congele porciones del territorio que pueden manejarse bajo esquemas innovadores. No podemos promover debates con apego a discursos e intereses parciales y a menudo carentes de sustento empírico.

La futura evolución de un Sistema Nacional de Áreas Protegidas es un requisito de la sostenibilidad que Colombia entendió hace tiempo, y en la cual existen las mejores oportunidades, especialmente en un contexto de posconflicto.

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