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Sí, usted que está leyendo esto, yo también, y la inmensa mayoría de nosotros, porque hoy andamos por repetición, por inercia. Como decía Nietzsche, somos personas que “ruedan como rueda la piedra, conforme a la estupidez de la mecánica”.
Si nos detenemos a meditar sobre nuestro presente y nuestro futuro, y por tanto acerca de nuestro trasegar vital, fácilmente concluiremos que vivimos para trabajar, para rendir, para competir, dejando a un lado la vida misma: la contemplación, la inactividad entendida no como pasividad, sino como un proceso de introspección, de autoexamen para buscar lo que realmente nos permita conocernos y, por ende, realizarnos como personas. Vivimos en una eterna competencia, y creo que ninguno tiene muy claro para qué. O tal vez sí, que es lo peor: buscamos una felicidad que, definitivamente, resulta esquiva por esta manera de andar. Lo único que realmente hacemos es trabajar sin cesar para, supuestamente, poder ser felices, para poder descansar.
Hoy, en realidad, sobrevivimos más que vivimos. Cada día encontramos más ansiedad, más infelicidad, más insatisfacción, más inestabilidad mental y emocional. Pero, de la misma manera, cada día estamos más absortos en el círculo vicioso que nos impide parar, encontrar la alegría. Y es que hoy parece ser que esta búsqueda equivale a la transgresión.
No quiero sonar nostálgico, pero se han perdido los ideales, los rituales, el simbolismo, la pausa, la recreación espontánea. Es triste ver cómo nos estamos volviendo uniformes. Se ha ido perdiendo la diferencia y nos vamos alienando, comportándonos de manera similar y complaciente.
Hoy estamos mucho más comunicados, pero mucho más aislados por lo digital que, si bien sirve, termina siendo absolutamente nocivo para las interrelaciones humanas, para crear esa seguridad interior que implica el contacto con los demás, el intercambio de ideas, el mirar, el tocar, el sentir, el dialogar; en fin, la expresión genuina de los sentimientos y de las emociones. Paradójicamente, cuanto más tenemos, más llenos estamos de carencias: no sólo morales, no sólo éticas, también sentimentales. Y la razón es muy sencilla: nos están llevando -y lo permitimos- a que nada sea suficiente. Es el consumo por el consumo, el exceso por el exceso. No hay tiempo para detenerse, no hay tiempo para el tiempo.
Y esto que expreso no es una mirada pesimista ni fatalista. Es una aterradora realidad. Si somos honestos y miramos a nuestro alrededor, y aún más grave, a nosotros mismos, vemos que estamos metidos en un torbellino que parece no parar, que muchas veces nos sentimos atacados, que vivimos anestesiados.
En la alegría y en los temas no necesariamente funcionales ni útiles, como el arte, la música, la cultura, la literatura, la poesía -que no son más que expresiones del conocimiento profundo y de sí mismo del hombre- encontramos mucho más que la sobrevivencia: encontramos el regocijo, nos encontramos.
Como dice el filósofo Byung-Chul Han: “Sólo en la inactividad nos percatamos del suelo sobre el que pisamos y el espacio en que nos hallamos. La vida se pone en modo contemplativo y vuelve a montarse sobre su secreta razón de ser”. Pero no es una inactividad pasiva, todo lo contrario: es contemplación, es conservar la capacidad de asombro, de disfrute de las cosas pequeñas, pero realmente importantes de la vida, de permitirse ser permeable. Tristemente, el inconsciente y la forma autómata de actuar son lo que nos guía, lo que nos lidera, lo que nos maneja, cuando debería ser lo que hacemos conscientemente.
Sabemos que somos mucho más de lo que somos capaces hoy, pero, por algo inexplicable, nos dejamos llevar.
Esta es una época de aparente apertura. La flexibilidad social y política conlleva erróneamente a que todo sea tolerable, todo lo permitimos hacia nosotros mismos. Basta ver la proliferación de derechos que pretenden ser absolutos, lo cual no deja de ser una estupidez inconmensurable, porque cualquier cosa tiene su contrapeso. Establecer límites se toma como algo equivocado, pero es todo lo contrario: deberíamos establecer un límite a la forma como vivimos y convivimos de manera autómata, para parar, para contemplarnos, para proyectarnos, para desarrollarnos; en fin, simplemente para vivir.
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