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Analistas 08/02/2022

Los persas

Andrés Caro
Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale

La primera tragedia que tenemos es la tragedia del enemigo, y no la propia.

Esa primera tragedia (Los persas, de Esquilo), no es una obra triunfalista sobre la improbable victoria de los griegos sobre sus enemigos, sino una obra casi doméstica sobre el dolor de la derrota en la corte de Jerjes, pero escrita por un ateniense que luchó en Salamina.

El argumento es sencillo: en la corte de Jerjes, rey de los persas e hijo de Darío, esperan las noticias de la batalla de Salamina y de la suerte de la invasión. Los persas tienen el ejército más grande y es probable que ganen. Sin embargo, un mensajero regresa a la corte para dar las noticias sobre la derrota. Casi al final de la obra, Jerjes vuelve a su corte, vencido y avergonzado. El rey aparece, así, como el paradigma del héroe clásico, que ha querido hacer mucho, y por hacer mucho ha sido injusto, y que por su inequidad y soberbia sufre y ha hecho sufrir.

La obra se lee menos como una obra de teatro y más como un testimonio. Los espectadores no ven la acción de la batalla, ni su final. En la obra, la victoria de los griegos aparece oblicuamente, señalada apenas, y reflejada tan solo en el dolor y en la vergüenza del rey vencido y de su corte.

Nos podríamos imaginar a los atenienses celebrando su victoria, viendo el sufrimiento de los persas, representados por Jerjes y por Atosa, su madre, pero el rol de la tragedia en Atenas nos indica lo contrario: el teatro trágico era un espacio de consternación pública y de expiación del sufrimiento padecido y, vemos aquí, del sufrimiento infligido, por más justo que ese sufrimiento pudiera parecer. Viendo Los Persas, los atenienses veían las consecuencias de su victoria. Veían la derrota en la corte enemiga, y en Jerjes veían una humanidad vencida y sometida al destino. La derrota de los enemigos se veía en su dolor, y se transformaba en la simpatía del público, que, sabemos, lloraba y sufría con los personajes.

En Los persas, la victoria es relegada, y da paso, más bien, a un acto de compasión por el enemigo. Tal vez Esquilo nos quiere decir que no hay victoria posible, por más sabrosa o completa que pueda parecer, sin oportunidades para la magnanimidad, y sin la imaginación del dolor del vencido. Y esta magnanimidad solo puede ocurrir cuando oímos al derrotado en sus términos, o, por lo menos, cuando nos imaginamos su dolor y sus palabras.

Así, la mejor conmemoración de la victoria -quizás la única posible- aparece como el reconocimiento del dolor ajeno, y como la puesta en escena del sufrimiento del enemigo por su derrota. Este acto de magnanimidad no es propiamente un acto de justicia -no hay una evaluación sobre las razones que llevaron a unos y a otros a hacer la guerra y a matar-, pero es un acto justo en tanto hace posible la supervivencia moral de vencedores, creando, al menos, oportunidades para la compasión.

Tal vez en Colombia no eran las Farc quienes necesitaban de la JEP y la Comisión de la Verdad para lograr una lavada de cara que nadie se cree, o para lograr el perdón institucional que con poca legitimidad han logrado. Tal vez era Colombia, y las fuerzas de su Estado, quienes necesitaban a las instituciones transicionales para justificar su victoria completa sobre sus enemigos. Es en esos lugares de la memoria y acaso de la impunidad donde Colombia le ha dado lugar al lamento, a las excusas y a las tragedias de nuestros persas, y donde puede mostrarse magnánima.

La tarea que queda es que las víctimas encuentren sosiego en espacios parecidos. Será esencial recordar que, aunque la primera tragedia fue la del enemigo, las siguientes ponen en escena el sufrimiento de las víctimas.

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