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Analistas 19/04/2022

Guerra sucia

Andrés Caro
Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale

El acuerdo de paz con las Farc no acabó el conflicto armado en Colombia. Sin embargo, que en Colombia hubo y siga habiendo un conflicto armado a pesar de dos procesos de paz relativamente exitosos (con los paramilitares y con las Farc) no puede servir para que las Fuerzas Armadas actúen irresponsablemente o para justificar una guerra sucia.

Lo que pasó en el Putumayo parece ser un episodio más de esa guerra sucia que el Estado sigue librando. Es una forma de guerra, además, que no ha sido correctamente denunciada por el liderazgo político y militar colombiano, que insiste en no reconocer errores. Los hechos no son claros, pero la Revista Cambio, El Espectador y Vorágine han hecho el trabajo valioso de narrar lo que ocurrió en el Putumayo el lunes 28 de marzo. Las inconsistencias de la información que las instituciones han dado dejan el sabor amargo y conocido de esa forma de conducir la guerra a la que tantos años de conflicto nos acostumbraron.

El Ejército dice que la operación resultó en un combate. También, que fue producto de “un trabajo conjunto e interinstitucional del Ejército Nacional con la Armada de Colombia, la Fuerza Aérea Colombiana y la Fiscalía General de la Nación”. Aunque no sabemos muchas cosas de lo que pasó, sabemos que estas dos afirmaciones son verdades a medias.

Como resultado de la operación murieron once personas, incluidos un menor de edad y un líder de la comunidad. Parece que algunos de los muertos eran miembros de grupos ilegales, pero la “inteligencia militar,” divulgada por Semana, es deficiente. Por ejemplo, indican que uno de ellos es una persona identificada preliminarmente como alias Gordo. Dice Semana que “entre los elementos que están en poder de los investigadores aparece una fotografía que fue colgada en su Facebook, sosteniendo un arma corta. Lo relacionan con alias Pitufo, del Gaor 48, y lo señalan de supuestamente prestar seguridad en su momento a la compañera de este cabecilla”. Flaca justificación para matar a una persona.

Tampoco es claro que se haya tratado de un “combate”. Sabemos que un grupo de hombres vestidos con camisetas negras y que se identificaron como guerrilleros llegaron alrededor de las 7 de la mañana a Alto Remanso. Luego, inició una balacera que, aparentemente, venía desde el pueblo y desde las orillas del río Putumayo. Cuando llegó un helicóptero del Ejército, los hombres de negro se volvieron a poner sus uniformes convencionales.

El Ejército dijo que la “operación militar (…) fue legítima,” y que cumplió con los deberes impuestos por el derecho internacional. Esta explicación no es una explicación. Como bien lo señaló José Manuel Acevedo en su entrevista con el general Zapateiro, el Ejército no cumplió, o no parece haber cumplido diligentemente, con el principio de distinción entre civiles y actores armados. Así mismo, el uso laxo de los uniformes puede ser un caso de perfidia, lo que violaría también el derecho internacional.

La operación tampoco parece haber sido un trabajo conjunto o interinstitucional. La Fiscalía llegó horas después de los hechos. Durante este tiempo, según las denuncias de El Espectador, el Ejército habría manipulado los cuerpos, acaso haciendo montajes que han hecho que se hable de falsos positivos.

Esta no es la primera vez que hay dudas sobre el comportamiento de las Fuerzas Armadas. En 2019, luego de que un artículo del New York Times denunciara la existencia de órdenes militares que exigían duplicar las muertes (o, como dice el Ejército en su fantástico uso de eufemismos, “neutralizaciones”), el Presidente conformó una comisión de expertos para analizar la doctrina militar. Esta comisión concluyó que la doctrina es conforme al derecho internacional. Sin embargo, ellos –todos abogados–, no discutieron la forma como esa doctrina se aplica o no en las operaciones. El Presidente, por su lado, ha sido un elocuente defensor de las labores del Ejército.

Las comisiones de expertos y las palabras y discursos del Presidente quizás han hecho más mal que bien. Como demuestra lo que ocurrió en el Putumayo, las Fuerzas Armadas se sienten empoderadas y envalentonadas por la retórica ramplona de sus líderes (que se refieren a los delincuentes, por ejemplo, como “ratas de alcantarilla”), y por la idea de que, como el conflicto no se acabó con la firma del acuerdo de paz, es necesario ganar la guerra, ahora sí, a como dé lugar. Tan envalentonados están, y cometiendo errores tan bobos, que le decidieron poner a su mascota “Franco,” un peluche que aparece en un programa que les enseña a los soldados disciplina militar, y que se llama igual que el dictador español.

Es cierto que el Ejército tiene que hacer la guerra, y que muchos militares actúan tan heroicamente que da vergüenza hablar de ellos sin sentir el peso de la propia cobardía. Sin embargo, las fuerzas del Estado tienen que mostrarse distintas de las personas que combaten: distintas en sus uniformes y distintas en sus prácticas. El Ejército tiene que mostrar por qué es mejor vivir en una democracia plural y no en un territorio controlado por narcotraficantes.

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