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Una de las consecuencias de que la Junta del Emisor subiera su interés es que la tasa de usura se disparó hasta 27,45%, porcentaje al cual se pegan los bancos con sus tarjetas
Para el febrero que comienza mañana, las cosas no pintan nada bien en materia de consumo, gracias a que la Junta Directiva del Banco de la República, en una decisión dividida, subiera las tasas de intervención a 4%, 100 puntos básicos de un totazo, para atajar la variación de precios, es decir, la inflación, que llegará a 6% anualizada y amenaza con acercarse a dos dígitos al final del año, algo insólito en un país que había derrotado ese flagelo de décadas pasadas. La primera cuenta de cobro de la decisión de cinco de los siete miembros de la Junta (dos se apartaron) la pagarán los 14 millones usuarios de tarjetas de crédito, pues de manera reflejo, después de que el Emisor actuara, la Superintendencia Financiera, que certifica la tasa de usura para cada mes, la ubicó en 27,45%, al mismo nivel de 2020 de la pandemia. La usura es el interés máximo que un banco o una entidad crediticia puede cobrarle a sus clientes por un crédito de consumo y ordinario, como son las tarjetas de crédito. Para la modalidad de microcrédito, el techo será de 56,21% efectivo anual, una disminución 17 puntos básicos (0,17%) con respecto al periodo anterior. La cascada de nuevos intereses sigue con la certificación del el Interés Bancario Corriente, para la modalidad de crédito de consumo y ordinario que será de 18,30%, lo cual representa un aumento de 64 puntos básicos (0,64%) en relación con la anterior certificación (17,66%). El mismo indicador efectivo anual para la modalidad de microcrédito, será de 37,47%, lo cual representa un aumento de 11 puntos básicos (0,11%) en relación con la anterior certificación (37,36%). El Interés Bancario Corriente para el crédito de consumo de bajo monto, será de 30,35%. El punto importante de cara al consumidor es que mientras la transmisión de las tasas bajas del Emisor es lento y pausado por parte del sistema financiero, el alza se trasmite inmediatamente, generando un frenazo en la decisión de consumo de las personas. Sobra recalcar que, en un país como Colombia, afectado por la cultura el enriquecimiento ilícito y el dinero fácil, el crédito formal del sistema financiero debe actuar como una catalizador transformador de esa cultura dañina sembrada en la década de los 80 por los narcotraficantes, facilitándole a las personas no solo dinero barato, sino modernización en sus servicios. La bancarización es un imperativo para salir del subdesarrollo y propagar la transparencia financiera, pero solo avanzará si no hay acceso al crédito fácil y el consumo ordinario con interfases como las tarjetas de crédito no es tan costoso. Es allí donde lo macro se junta con lo micro y una decisión de subir las tasas para controlar la inflación, se derrama inmediatamente sobre los cuentahabientes a quienes todo les va a costar más desde el segundo mes del año. También puede verse el impacto de las tasas altas en los créditos hipotecarios, pues un sistema financiero al que le subieron las tasas de 3% a 4% en pocas semanas, no puede seguir con sus modelos de financiación que han llevado a que el sector de la construcción se vuelva a dinamizar. Ya es un hecho difícil de deshacer, Colombia entra en un cambio de época de tasas altas e inflación galopante que puede echar por la borda lo que se había avanzado en términos de crecimiento. La subida de tasas al 4% y el IPC cerca de 6%, son las peores variables para el consumo.
El otro eterno déjà vu colombiano es vivir siempre de ilusiones en desilusiones, entre diálogos y rupturas con las guerrillas anacrónicas que frustran el desarrollo
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