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miércoles, 2 de diciembre de 2015
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Hace unas semanas la Superintendencia Financiera de Colombia ordenó la liquidación de “Internacional Compañía de Financiamiento”, una empresa financiera relativamente insignificante.

No obstante, lo que debería ser un acto algo rutinario de supervisión efectiva se ha convertido, en el volátil ambiente mediático nacional, en el escándalo financiero del momento. 

Hasta cierto punto es comprensible. El tema tiene todos los ingredientes de un coctel explosivo: cuestionados empresarios españoles, vínculos presuntos con el Gobierno venezolano, dinero oficial cuantioso, ahorros del público, entre ellos, de viudas y huérfanos y, por supuesto, de ordenes religiosas, que nunca faltan. Además, aparentes compañías de papel, autopréstamos y cheques chimbos guardados en bolsas de plástico.

De todas formas, a pesar de los elementos fraudulentos que empiezan a emerger producto de la intervención, sorprende que la atención mediática se haya concentrado, no sobre los verdaderos responsables de la situación, sino sobre las autoridades que han destapado oportunamente las irregularidades. 

Es, en cierta medida, algo así como atrapar primero a los policías que persiguen a los ladrones que se acaban de robar al banco y no a los que lo asaltaron.

De hecho, en el cubrimiento de la noticia, por ejemplo, se ha afirmado que el desfalco involucra recursos por más de $365.000 millones, la mitad de los cuales son “recursos públicos”, provenientes de tres entidades Findeter, Finagro y Bancoldex.

Mientras arman el patíbulo para ahorcar a los funcionarios involucrados alguien se debería preguntar si esto efectivamente es así, o si más bien, en el caso de los recursos públicos, se trata de cartera de redescuento, colocada en unas 234 operaciones de fomento, debidamente monitoreadas, cuya siniestralidad hasta el momento es cercana a cero y cuyo cobro ya ha sido trasladado a las entidades fondeadoras. En otras palabras la plata pública, o por lo menos la inmensa mayoría de ella, no se ha perdido y no se va a perder.

Por otra parte, nadie parece preguntarse si hay algún tipo de activo que respalde el pasivo en cuestión, algo que debería ser obvio al tratarse de una entidad vigilada cuyo patrimonio es por definición muy cuantioso.

Pues la verdad, activo si hay, casi $60.000 millones en efectivo, además de cartera propia, tal vez por unos $100.000 millones, sin contar con el seguro de depósito de Fogafin que cubrirá el cien por ciento de las inversiones de 6.600 personas, casi el ochenta y cinco por ciento de los ahorradores.

Las liquidaciones nunca son fáciles y es posible que para algunos inversionistas existan pérdidas. Quienes deben responder por la gestión, y por la eventual defraudación, si es que efectivamente la hay, son en primer lugar los administradores y empleados directivos de la compañía, su junta, la firma auditoría y la calificadora de riesgos.

Y esta responsabilidad deberá ser primero civil, es decir, reparadora de los daños económicos y, subsidiariamente, penal. Lo digo porque en Colombia, cuando se habla de justicia se piensa en meter a alguien preso, lo cual sirve como sacrificio humano para saciar la bestia que la opinión pública lleva por dentro, pero rara vez sirve para reparar financieramente a las víctimas.

En cuanto a las autoridades de supervisión financiera, tal vez, las más reputadas de Latinoamérica, se debe entender que son eso, de supervisión, y que no son coadministradoras de las vigiladas, ni son sus firmas auditoras externas. 

Volver a los entes estatales corresponsables de cualquier quiebra privada, por una supuesta falta al deber de vigilancia, como está de moda en los tribunales, es volver al Estado el asegurador de última instancia de todo lo que pase y deje de pasar en la economía.

O sea, la privatización de las utilidades y la socialización de las pérdidas elevado, por el desenfrenado activismo judicial colombiano, a principio rector del llamado estado social de derecho. Aunque ustedes no lo crean.

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