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ANALISTAS

Autofagia floricultora

jueves, 19 de febrero de 2015
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Hay una ONG de izquierda llamada Corporación Cactus que tiene como misión no declarada acabar con la floricultura en la Sabana de Bogotá.

Esta organización, que entre otras es financiada por la Cooperación Internacional Alemana, la GIZ, publica cotidianamente una serie de informes que aspiran a ser una especie de exposé sobre lo que consideran son las monstruosas condiciones en que se desenvuelve la floricultura colombiana. El último se titula ‘Más cemento y menos alimento: II Informe sobre el derecho a la alimentación en la Sabana’.

Quien los lea desprevenidamente, y supone uno que en Europa habrá algunos que lo hacen, no puede sino concluir que las mujeres que laboran en los campos de rosas colombianos la tienen peor que las empleadas de los sweatshops de Bangladesh o de Pakistán.  Y ni hablar de la destrucción ambiental, que se dice, ocurre por tapizar de plástico miles de hectáreas de tierra fértil, que según los “estudios”, son drenadas de agua que se sustituye por plaguicidas y desechos tóxicos.

En otras palabras, un verdadero Chernobyl tropical creado por el afán de lucro capitalista.

Lamentablemente, este tipo de diatribas propias de un estudiante de octavo semestre de sociología de la Universidad Nacional, como ya dije, no solamente hay quienes se las toman en serio sino que se financian con dineros de una agencia del gobierno federal alemán cuyo mandato es la “cooperación técnica para el desarrollo sostenible en todo el mundo”. 

El problema, por lo tanto, es que pueden llegar a hacer daño real a una industria que paradójicamente es uno de los pocos ejemplos exitosos de proyectos agroindustriales verdaderamente sostenibles y generadores de desarrollo equitativo que se han dado en el país.

Digo que son sostenibles, no solamente por los aspectos ambientales, donde se ha mejorado sustantivamente en desarrollar mejores prácticas, sino porque somos innegablemente competitivos. 

El sector floricultor colombiano logró sobrevivir la fiebre de cuarenta grados generada por ocho años de enfermedad holandesa. En este tiempo se descastó la industria, se invirtió en tecnología, se integraron las cadenas productivas y en general se hizo más eficiente todo el proceso. De hecho, algunos floricultores se enorgullecían de haber logrado rentabilidades a una tasa de cambio de $1.750 por dólar. 

Durante el período de crisis de la industria, que se podría identificar entre 2005 y 2013, el número de empresas floricultores decreció sustancialmente, las áreas cultivadas decrecieron ligeramente, pero las exportaciones en dólares continuaron creciendo y el empleo generado por la actividad también.

En la última edición de The Economist se reporta que la exportación de flores le generó divisas al país por US$1.300 millones, que es solo una tercera parte menos que las exportaciones de US$1.800 millones de café.  

Por otra parte, la floricultura es por mucho el sector agrícola que más empleo genera. El promedio en un cultivo de flores se emplean 15 personas por hectárea, mientras que en otros sectores una persona por hectárea es la norma.  En total se estima que 180.000 personas viven directamente o indirectamente del cultivo de flores, la mayoría de ellas mujeres madres cabeza de familia.

A los señores de la Corporación Cactus alguien les debería recordar que no es precisamente fácil, para una mujer campesina madre cabeza de familia con educación básica, conseguir empleo formal adecuadamente remunerado y con plena cobertura de seguridad social. 

Este tipo de estudios pseudocientíficos, fundamentados en distorsiones ideológicas sirven para engañar y destruir. Los objetivos políticos que persiguen no tienen consideración por las crisis social y económica que significa para una comunidad el colapso de una industria. Arropados en conceptos como “soberanía alimentaria” y “emancipación del territorio” propugnan por la imposición de un modelo socialista pre-moderno que ha demostrado su fracaso una y otra vez. 

Ya con una Venezuela en el continente tenemos suficiente. 
 

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