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Cada vez es más común escoger habitar un acuario en que nuestra vida es pública. Parecemos peces en una tienda de mascotas, cada uno en su celda de cristal, observando a los demás sin apreciar el agua en que nadamos, admirando las escamas tornasoladas de los otros e ignorando las propias. Más exposición a los demás no ha resultado en mayor conexión, es lo opuesto, ha incrementado el aislamiento, el sentirnos inadecuados, el compararnos y pensarnos imperfectos. Tanta visibilidad de momentos publicables, donde la existencia es idílica exacerba una crisis de ansiedad, de soledad y de pertenencia, somos más actores individuales y somos menos comunidad, más peces dorados y menos cardumen.
La privacidad es cada vez más escasa, nuestra cara disponible en buscadores, nuestras experiencias voluntariamente publicadas, nuestra vida abierta al escrutinio de una audiencia feroz. “Deseamos mal” como diría Estanislao Zuleta, buscamos ser vistos superficialmente, amados a través de likes y apoyados a través de emojis. Mientras más nos sumergimos en las aguas engañosas de la pecera social, más inadecuados nos sentimos, nadamos con menos fluidez y más difícil nos es ser genuinos. Invertimos en preservar la imagen que creamos para nuestros espectadores y esa pesadez nos hunde en el fondo, nos lleva hacia las piedras.
Nuestra imagen, disponible abiertamente a quien quiera encontrarnos puede, además, ser usada para engañar. Más presencia no significa más verdad. Nuestros valores son imperceptibles detrás de fotos sin alma. Nuestras intenciones fácilmente manipulables detrás de videos editados con nuevas tecnologías. Perdemos control sobre nuestra propia identidad ante un público ansioso de novedad, ávido de recomendaciones para vivir con más prosperidad y menos esfuerzo. Futbolistas, empresarios y hasta individuos otrora desconocidos se vuelven expertos promotores de esquemas fraudulentos para usurpar recursos de una población hipnotizada por reels.
Sería ingenuo idealizar un mundo donde nuestra presencia en internet es anónima. Nos hemos acostumbrado a respirar en un planeta físico y sonreír en un ambiente digital. Podemos desear mejor, podemos escoger ver más en la tierra y limitar nuestros guiños en redes. Conversar más tomando café y chatear menos en un teléfono inteligente. Pasar más tiempo leyendo libros y menos viendo historias sin fin en una pantalla LCD. Los likes no hacen que existamos, no nos materializan en este planeta, no nos dan valor como seres humanos, solo como avatares en mundos artificiales donde somos el producto que los demás compran.
La privacidad es un regalo que nos podemos dar. Mostrar menos nos da más. Nos da el espacio de mirar hacia adentro, de amarnos por lo que somos y no por lo que nos expresan en redes. Nos quita el yugo de exponer experiencias memorables, y nos obsequia el tiempo para saborearlas sin la presión de buscar la foto perfecta para la audiencia. Nos evita la crítica ponzoñosa de quienes envidian nuestra vida publicada, que de por sí es incompleta y engañosa, porque las dudas y tribulaciones, los momentos de soledad y tristeza no son dignos de ser mostrados a un público que busca el gozo momentáneo como droga, y descarta lo humano como desperdicio.
Estamos forzados a respirar, a comer y a beber; no estamos obligados a publicar ni a consumir contenido. La escogencia de una vida más privada, más humana y real es solo nuestra, y, posiblemente, nos regale mayor sentido, pertenencia y felicidad.
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