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El liderazgo va más allá de la visión y la estrategia. Requiere presencia, contraste y conversación con otros que también cargan responsabilidades similares. Cuando no hay con quién pensar en voz alta ni confrontar lo que se da por cierto, el riesgo no es menor: se llama aislamiento.
No debe confundirse con la soledad. La soledad puede ser necesaria. Permite tomar distancia, ganar claridad y actuar con serenidad. El aislamiento, en cambio, es una forma de desconexión. No se elige: se instala cuando el entorno deja de ofrecer diálogo genuino. Cuando las decisiones se vuelven incuestionables y la retroalimentación escasea. Cuando se lidera sin nadie al lado, ni siquiera para disentir.
Este fenómeno no es poco común. Muchos líderes lo viven sin nombrarlo, porque hacerlo parecería debilidad. Pero no lo es. Reconocerlo es una forma superior de lucidez. Y algunas preguntas pueden ayudar a detectarlo: ¿Estás dedicando demasiado tiempo al trabajo operativo y dejando de lado el pensamiento estratégico? ¿Preparas tus juntas directivas y comités para mantener una imagen impecable o para abrir conversaciones reales? ¿Tienes acceso a personas de confianza, dentro o fuera de la organización, con quienes puedas hablar con honestidad sobre tus desafíos? ¿Tus vínculos con colegas se han vuelto formales y distantes?
También hay señales de alerta que vale la pena observar: si la retroalimentación dejó de ser directa; si el trabajo consume tanto que ya no hay espacio para pensar; si las conexiones personales dentro o fuera de la organización se han debilitado. Todo eso habla, silenciosamente, de un entorno que comienza a cerrarse.
Cuando eso ocurre, conviene recordar que la autoridad no se debilita por la apertura. Al contrario: se fortalece cuando se construye desde la confianza. Los directivos que se aíslan terminan perdiendo perspectiva. Lo que no se discute tiende a simplificarse. Lo que no se contrasta, a magnificarse. Lo que no se pone en común, a volverse absoluto.
En ese contexto, los espacios de conversación entre pares no son una cortesía: son una salvaguarda. Allí no hay jerarquías que limiten la honestidad ni estructuras que impongan silencios. Hay libertad para revisar certezas, explorar intuiciones, nombrar temores. No se trata de buscar consenso, sino de evitar el encierro.
La salud del liderazgo también se mide por su capacidad de abrirse a otros. De encontrar palabras para lo que inquieta. De reconocer que no todo puede verse desde una sola posición, por más experiencia que se tenga. Porque un directivo que no escucha pierde el derecho a ser escuchado. Y una organización que no permite el disenso pierde la capacidad de aprender.
Por eso, los entornos de alta dirección requieren más que resultados. Necesitan humanidad. Formación continua, redes de apoyo y comunidades de diálogo son esenciales para sostener un liderazgo lúcido, ético y sostenible. El aislamiento no es un signo de fortaleza. Es una señal de distancia. Y toda distancia prolongada -respecto a los demás, a la realidad, al propio juicio- termina pasando factura.
Liderar en la cima implica tener con quién hablar cuando ya nadie se atreve a decir nada. Esa, tal vez, es la verdadera prueba de un liderazgo que no se agota en sí mismo, sino que permanece abierto, consciente y profundamente humano.
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