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La incertidumbre generalizada en la que se encuentra inmersa Colombia, sumada a la inestabilidad global que la rodea, nos ha obligado a reinventarnos: hemos aprendido a corregir el rumbo cuando la política desdibuja el camino, a tomar acciones para atenuar los efectos de reformas improvisadas y a sobreponernos a las dificultades coyunturales con resiliencia y determinación.
Aunque la macroeconomía se ha mantenido relativamente estable, incluso en medio de tensiones internas y factores externos volátiles, lo que realmente nos sostiene es la capacidad de adaptación de la sociedad, la solidez del sector empresarial y una economía que, pese a sus limitaciones estructurales, sigue siendo dinámica gracias al consumo interno. En este proceso, se ha evidenciado una desconexión entre una administración pública errática y un tejido productivo que ha sabido mantenerse en un entorno adverso.
La creciente inseguridad, la percepción de desgobierno, la corrupción persistente y el aumento de la desigualdad configuran un entorno tan frágil como alarmante; las dinámicas internas han alimentado la polarización y la parálisis institucional; el discurso confrontacional ha debilitado la confianza ciudadana, afectado la percepción de legitimidad del poder judicial y minado el respeto por la separación de poderes, elementos esenciales para el funcionamiento democrático.
La incertidumbre normativa, la inseguridad jurídica y la falta de dirección clara en la política pública han limitado la toma de decisiones estratégicas por parte del sector privado y reducido su capacidad de expansión.
Tampoco se ha trazado una hoja de ruta realista para la transición energética. En lugar de establecer mecanismos para reducir progresivamente la dependencia de los combustibles fósiles, se ha optado por estigmatizar al sector minero-energético. Esta postura, lejos de facilitar la transición, compromete su viabilidad, al desconocer que son precisamente estos sectores los que hoy financian buena parte del presupuesto nacional.
Ante este panorama, urge acelerar la diversificación productiva. Colombia debe fortalecer sectores como la agroindustria, la tecnología, la bioeconomía y el turismo sostenible, que ofrecen alto valor agregado y oportunidades de empleo formal, especialmente en las regiones. Una economía más diversificada es una economía más resiliente.
La cohesión social es quizás el componente más crítico -y más vulnerable- para preservar la estabilidad nacional. Las movilizaciones ciudadanas de los últimos años han demostrado una sociedad más exigente, consciente y demandante. Un país que no integra social y económicamente a su población estará condenado a la tensión permanente.
El aprendizaje colectivo de estos tres años debe preservarse: es importante mantener la fuerza empresarial independiente de la política, pero pendiente de la misma, seguir contribuyendo al bienestar de los colombianos, defender la institucionalidad, exigir coherencia en las políticas públicas y reclamar el respeto a la Constitución como pilar de una democracia funcional.
Hemos aprendido a navegar en la incertidumbre. Pero ahora debemos corregir la orientación de las velas para salvaguardar lo construido y asegurar que lo aprendido no se olvide por el bien del país, para poder construir un mejor futuro con base en principios, compromiso colectivo y visión de largo plazo.
Sin libertad monetaria, no hay integración financiera ni crecimiento posible, no tener mercado bursátil eficiente hace mucho daño
Se llama separación e independencia de los poderes públicos. Así funciona la democracia, requisito de una sociedad en paz