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Analistas 02/07/2015

La aritmética del déficit externo

Marc Hofstetter
Profesor de la Universidad de los Andes
La República Más
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Las primeras sesiones de un curso introductorio de macroeconomía invariablemente giran alrededor de la ecuación macroeconómica básica. En un país pequeño y abierto como el nuestro, la descripción de esa identidad suele terminar en las diferentes formas de expresar la cuenta corriente -lo que algunos llaman, cuando ese rubro es negativo, el déficit externo. La cuenta corriente es igual a la diferencia entre el ahorro y la inversión nacionales-aprenden en esas sesiones los estudiantes. Si el número es negativo, como ha ocurrido en Colombia durante la última década, debe ser cierto que el país invierte más de lo que ahorra. O dicho de otra manera, los recursos que ahorra son insuficientes para financiar el nivel de inversión vigente.

A renglón seguido, los estudiantes aprenden que un déficit en cuenta corriente también puede ocurrir si la producción total de bienes y servicios de la economía es menor que los gastos (la absorción en la jerga de los economistas). Si en un hogar los gastos son mayores que los ingresos, ese hogar le está pidiendo prestado a alguien. En el caso de una economía, el resto del mundo financia ese exceso de gastos con respecto a los ingresos generados por la economía. 

Cuando se piensa en el déficit en cuenta corriente de esta manera se entienden las preocupaciones de algunos analistas al constatar que el de Colombia supera 6% del PIB. Este es un proceso de acumulación de deuda con el resto del mundo pues al gastar por encima de nuestro ingreso, ese exceso lo financia el resto del mundo. Si por alguna razón ese financiamiento se frenara, los gastos deberán ajustarse de golpe en una magnitud similar al déficit, a menos que echemos mano de nuestras reservas internacionales. En cualquier caso, esos episodios de freno abrupto en el financiamiento externo terminan invariablemente en recesiones, con frecuencia severas. 

En los últimos 30 años hemos tenido solo dos episodios en los que ese desbalance con el resto del mundo superó el 5% y en ambos casos terminaron mal. El primero fue a principios de los 80 y acabó con la crisis de la deuda en América Latina y dio a luz la década perdida, años de pobre desempeño económico y progreso social. Y el segundo, a finales de los 90, resultó siendo la peor crisis de la segunda mitad del siglo XX. 

Que los dos episodios anteriores de grandes déficits en cuenta corriente hayan acabado en recesiones con crisis fiscales y bancarias a bordo,  no significa que esta vez vaya a ocurrir lo mismo; pero sin duda son una señal de alarma. Lo que resulta indiscutible es que no podemos mantener mucho tiempo el déficit externo en 6%. Así, volviendo a la aritmética, habrá que bajar el nivel de gastos. Los hogares y/o el gobierno tendremos que ajustar nuestros egresos a la nueva realidad una en la que, ante la caída en los términos de intercambio, el ingreso nacional es menor al que preveíamos hace un año. 

Volviendo a la primera forma de pensar la cuenta corriente, aquella que indica que es la diferencia entre el ahorro y la inversión, cabe señalar una contradicción en el discurso oficial que aplaude los altos niveles de esta última. Así como un hogar que invierte en vivienda merece aplausos pero solo si tiene recursos para pagar esa inversión, también hay motivos para celebrar que un país invierta el 30% del PIB, pero solo si su financiación es posible. Con las actuales tasas de ahorro, ese ritmo de inversión no lo podemos sostener por mucho tiempo. Por algún lado la aritmética del déficit externo reclamará el ajuste.
 

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