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“¿No te gusta? Pues cámbialo”. Walter aún no era el doctor Riso, sino el estudiante de psicología que estaba viviendo prácticamente en la indigencia. Su padre no tenía cómo ayudarlo económicamente, su mamá había muerto cuatro años antes y él parecía estar resignado a vivir en ruinas.
Estudiaba y vivía en una ciudad universitaria de Argentina, lejos de su hogar. En un punto ya no pudo pagar la pensión en la que estaba y para ayudarlo, el papá de uno de sus amigos le permitió quedarse en la única habitación en pie de una casa que estaba siendo demolida. Todo lo demás eran escombros, salvo un pequeño árbol que se resistía a morir. El terreno estaba cercado con un muro y su puerta de metal, la única a su escasa intimidad.
Una cama, una pequeña estantería, un libro, dos pantalones y tres camisas, era todo lo que tenía aquel verano. Intentó estar animado durante unos días, pero al acostarse empezó a ser inevitable el preguntarse qué hacía ahí. Diciéndose que merecía algo mejor, como una suite con jacuzzi o una casa con piscina. Las preguntas ya no lo dejaron dormir.
Una de esas noches de insomnio en que rumiar pensamientos reemplazó los sueños, decidió salir de la habitación y sentarse en una silla que había rescatado y limpiado de las ruinas que lo rodeaban. Ahí, mirando unas estrellas en su mejor versión, se durmió con la cabeza recostada en una de las cuatro paredes. El sol lo despertó. Tenía la imagen de su mamá fresca en la mente. Había soñado con ella y recordó lo que le dijo mientras lo abrazaba.
Mirando los vestigios que habitaba, la escuchó en su mente. “El lugar no es feo, ni pobre ni poco digno. Tú eres el feo, el pobre y el poco digno. ¿No te gusta? Pues cámbialo”. Él pensó de inmediato, que no había cómo. Hasta que detalló el pequeño árbol. El que se resistía a morir. El que le ayudó a comprender que el lugar no debía ser el más extraordinario, sino el más bello para él. Lo más feo del lugar era su actitud.
En adelante abrió la pequeña puerta a sus amigos que le donaron algunas cosas, hicieron algunas fiestas y pasó varias noches bajo las estrellas con su novia. Así pasarían cinco meses, hasta cuando encontró su primer empleo y salió de allí.
Aprendió que enemistarse con el lugar que habitaba era enemistarse con él mismo. Que propiciar la dejadez del lugar era su dejadez. Que el mugre por donde transitaba era su mugre. Que la tristeza que lo rodeaba, que percibía, era su tristeza. De adentro hacia afuera. “Los 7 pilares del amor propio”, su nuevo libro, se enfoca en ello.
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