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Tribuna Universitaria 21/11/2025

Aplaudiendo al victimario

Juan Manuel Nieves R.
Estudiante de Comunicación Política
JUAN MANUEL NIEVES

Un conductor en Bogotá atropelló a unos motociclistas y, antes de que la justicia siquiera pudiera intervenir, fue interceptado y linchado por quienes aseguraban ser sus víctimas, en otra ciudad, un fletero abatido durante un robo fue despedido entre vítores, aplausos y caravanas, como si la delincuencia hubiese adquirido honores de héroe local.

El fenómeno no es casual: responde a un vacío profundo del Estado de derecho, al desgaste de las instituciones y al ciclo interminable de violencia que ha convertido lo excepcional en rutinario, en un país donde los linchamientos -esa forma extrema de justicia por mano propia- han dejado al menos 240 personas muertas en Bogotá en un solo año y donde, según datos, el apoyo popular a la justicia por mano propia se encuentra muy por encima del estándar: más del 40 % de ciudadanos latinoamericanos muestran respaldo a que se haga justicia sin recurrir al sistema formal.

Este respaldo social al victimario o al justiciero improvisado es sintomático: refleja que muchos colombianos sienten que la justicia no llega, que el sistema es lento, corrupto e ineficaz, de ahí surge la idea de que “si la autoridad no actúa, lo haré yo”. Pero la lógica es peligrosa: se sustituye la ley por la venganza, el proceso por la turba, la institución por el simbólico aplauso colectivo, cuando esto ocurre, la línea que separa víctima y verdugo se vuelve difusa.

En el caso del atropellador ajusticiado, la turba consideró que él era culpable y que el sistema no iba a hacer nada, en el del fletero muerto, las caravanas fueron la consagración pública de una sentencia sin juicio ni recurso, son actos que para muchos “represan” el agravio sufrido, pero que para el Estado son una derrota: la erosión de la autoridad, la banalización de la violencia, el estímulo a que otros tomen la ley en sus manos. Y mientras tanto, los antiguos miembros de las Farc, hoy convertidos en congresistas o asesores, representan otro eslabón: la impunidad simbólica; que alguien que fue victimario se vuelva “vocero” de la moral pública es un golpe a la credibilidad del sistema.

Hay al menos tres raíces profundas. Primero: la sensación de que el aparato judicial es lento e ineficiente. En Colombia hay apenas unos 11 jueces por cada 100.000 habitantes, y cada juez tiene a cargo entre 500 y 1000 procesos al año, de los cuales la mayoría no ha tenido sentencia. Segundo: el déficit de presencia estatal en muchos territorios, lo que abre espacios para que la justicia informal, la ley de los justicieros y la turba tomen el lugar del Estado. Tercero: la cultura política que legitimó al violento cuando se vuelve “héroe de barrio” o “defensor de la gente”, construyendo un imaginario colectivo donde el victimario puede reinvertirse como símbolo de venganza o de justicia.

Cuando el actor social celebra el linchamiento, está enviando un mensaje de que el sistema formal no sirve, y que la justicia debe tomarse con las propias manos; pero, a la larga, el que sufre esta lógica no es solo quien muere o quien castiga, sino la sociedad entera: se socava la confianza, se rompe el contrato social y se refuerza la idea de que “la ley es para otros”.

Apoyar al victimario es una derrota para todos, cuando un conductor atropella y es linchado, cuando un fletero es despedido con caravana, cuando un exguerrillero se convierte en paradoja moral, el mensaje es claro: la violencia se celebra, la impunidad se legitima, el Estado se retrae; pero la justicia debe hacerse valer y la sociedad, que tanto ha perdido, puede empezar a levantarse no con puños, sino con derechos. Porque la paz verdadera no es ausencia de turbas, sino prevalencia del derecho.

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