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El mercado es necesario siempre y en toda circunstancia, y más aún cuando hablamos de medicamentos. Sin mercado, no hay innovación. Sin innovación, no hay medicamentos. Y sin medicamentos, no hay vida.
La semana pasada estuve en el Fifarma Annual Summit 2025, un congreso organizado por la Federación Latinoamericana de la Industria Farmacéutica. Allí escuché a expertos de la región, pero también a representantes de pacientes de toda Latinoamérica, quienes son, al final, los más afectados cuando el Estado asume un papel que no le corresponde: el de comprar y producir medicamentos. Justo eso propone la pregunta 13 de la consulta popular impulsada por el presidente.
Pero hay otro rol, igual de dañino, que solemos olvidar y que el Estado ha asumido: el de regulador absoluto de precios. Desde 2013, el Estado colombiano fija precios máximos para cientos de medicamentos, y el Ministerio de Salud presume haber “ahorrado” más de $8 billones con esta política. ¿A costa de qué o de quiénes? De pacientes que ya no encuentran sus tratamientos.
En diciembre de 2024, el Invima reportó ocho medicamentos desabastecidos y cinco más en riesgo inminente de escasez. Varios están destinados al tratamiento de enfermedades huérfanas o de alta complejidad. En el caso de medicamentos psiquiátricos, como el haloperidol, el propio Invima reconoció que la causa principal de su ausencia en el mercado es el control de precios. Lo mismo ocurre con la nevirapina pediátrica, esencial para el tratamiento del VIH en menores, que lleva más de un año desabastecida. Su único proveedor con registro activo en Colombia, Aurobindo, declaró que venderla ya no es rentable.
Cuando el Estado fija precios artificialmente bajos, las farmacéuticas se retiran o simplemente dejan de producir ¿Quién pierde? El paciente. Esta política, que puede parecer bien intencionada, en realidad expulsa medicamentos del mercado y agrava los problemas que dice querer resolver.
A eso se suma la burocracia. Según Fifarma, Colombia y México son los dos países de la región con más demoras en la incorporación de medicamentos aprobados por agencias internacionales. El promedio es de 64 meses. Es decir, estamos rezagados más de cinco años en la incorporación de nuevos tratamientos. Esa lentitud no sólo frena la competencia, sino que disminuye la oferta y dificulta el acceso.
Y aún peor. La propuesta de Petro de monopolizar la producción y distribución de medicamentos -al mejor estilo de Cuba y Venezuela-, donde el Estado monopolizó la distribución y terminó por destruirla, no solo ignora la evidencia de su fracaso, sino que sería la estocada final al desembocar en la nacionalización total del sistema.
El acceso a la salud no se garantiza con decretos, sino permitiendo que exista un mercado libre donde ciencia, inversión e innovación prosperen. Donde haya competencia que mejore calidad y precios. Donde el Estado no sea obstáculo. Porque ha sido el mercado, no el
Estado, el que ha traído los avances que hoy permiten tratar el cáncer, vivir con VIH o sobrevivir a enfermedades huérfanas. Bloquear esa dinámica por comulgar con el socialismo es jugar con la vida de millones.
Cuando el Estado quiere serlo todo, se convierte no en la cura, sino en la enfermedad misma.