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Analistas 13/11/2025

Una sociedad rota

Guillermo Cáez Gómez
Socio Esguerra JHR
GUILLERMO CAEZ

Vivimos en un país donde la vida dejó de tener valor. Donde se mata por una idea, por una mirada, por un trino, o simplemente por existir. Donde asesinar a alguien como Miguel Uribe se justifica en nombre del odio político, y donde Jaime Esteban Moreno muere porque alguien decidió que su frustración valía más que la vida ajena. Lo que estamos viendo no es una ola aislada de violencia: es el síntoma de una sociedad rota desde adentro, fracturada en su tejido más profundo.

Nos acostumbramos a validar la deslealtad como una estrategia y la traición como un mérito. Celebramos al que “gana” sin importar cómo, mientras despreciamos al que se mantiene íntegro. Convertimos el debate en linchamiento, la crítica en odio, la diferencia en enemigo. En un país así, el valor no se mide por la coherencia, sino por el ruido. Y en ese ruido, nos volvimos sordos frente al dolor colectivo.

Colombia no está rota por falta de leyes, sino por exceso de resentimiento. Nos creemos inteligentes, pero seguimos atrapados en una emocionalidad infantil: la del que necesita destruir al otro para sentirse vivo. Por eso, más que inteligencia artificial, necesitamos inteligencia emocional. Antes de invertir en algoritmos, deberíamos invertir en sanar el alma colectiva. Una sociedad emocionalmente enferma no puede programar su futuro, ni sostener una paz verdadera.

El verdadero progreso no nace del código, sino del perdón. Pero en Colombia el perdón es visto como debilidad. Somos expertos en guardar rencor, en disfrutar la caída ajena, en ponerle el palo en la rueda a quien avanza. La envidia es nuestro deporte nacional, y el resentimiento, la gasolina que mueve la conversación pública. Por eso seguimos en guerra, aunque los fusiles callen: seguimos armados por dentro.

Necesitamos una ingeniería social que vaya más allá del discurso. Que empiece en la casa, en el colegio, en las redes, en la empresa. Que enseñe que el éxito del otro no nos quita nada, y que el perdón no es absolución del daño, sino liberación del alma. Cambiar la envidia por admiración y el odio por perdón. Si no diseñamos un modelo de convivencia basado en la compasión, la verdad y la responsabilidad emocional, seguiremos creyendo que el enemigo está afuera, cuando siempre ha estado dentro.

La violencia no se origina en las armas, sino en la mente que las empuña. Por eso, ninguna política de seguridad será suficiente si no cambiamos la narrativa interna que justifica la muerte, el insulto y la indiferencia. De nada sirve aspirar a ser una potencia verde o digital si seguimos siendo una sociedad emocionalmente analfabeta.

Una sociedad rota no se arregla con decretos, sino con consciencia. Y esa consciencia empieza cuando dejamos de culpar y empezamos a mirar de frente nuestra propia sombra. Quizás ese sea el verdadero reto de Colombia: sanar la herida invisible que nos impide reconocernos en el otro. Porque el día que dejemos de matarnos -literal o simbólicamente- por tener la razón, empezaremos, por fin, a tener país.

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