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El año pasado escribí una columna en este mismo diario sobre la crisis de liderazgo que padece el mundo, de la que no es ajena Colombia, así en nuestra época la información sobre la autogestión, el liderazgo y las habilidades en ese sentido sean pan de cada día. Pese a ese auge del “coaching”, en el mundo, y en especial en Latinoamérica, el liderazgo se ve cada vez más amenazado por la desconexión con la realidad.
El proceso electoral colombiano se contagió de esta variante pues, a pesar de existir alianzas, pactos, individualidades o colectividades, a mi juicio aún no hay nadie que demuestre lo necesario para que le entregue mi voto. Y es que son muy bonitos los eslóganes de campaña, las frases motivadoras y la intención visual de dar a entender que estamos ante un cambio, pero cuando se intenta entrar a buscar el fondo, no es más que un puñado de promesas vacías de cambios irreales que nos llevarán a más de lo mismo.
La credibilidad en general debe sustentarse en actos, resultados y no solo en retórica; Colombia --desde hace muchos años-- necesita un liderazgo que busque consensos para avanzar hacia una visión de país en la que se rompa con el paradigma de la gente de bien versus el resto, buenos y malos, etc. Es por eso que, hasta ahora, ninguno de los precandidatos, alianzas y demás organizaciones me han convencido de lo que hoy cada vez veo más claro: mi primer voto en blanco de mi historia como votante. ¿Por qué? Porque me cansé de votar por miedo o en contra de alguien: eso en términos generales no ha cambiado nuestra realidad y, por el contrario, ha reafirmado la compleja desigualdad que se vive en el país.
Sin ser consciente, durante muchos años critiqué a quienes votaban en blanco. Hoy estoy convencido de que esos ciudadanos son unos grandes demócratas pues, a pesar de que la democracia representativa se trata de elegir a una o varias personas para un cargo, no se trata de elegir por elegir, de votar porque no hay más o por el menos malo. Esas reflexiones, impopulares en la derecha, la izquierda y hasta en el centro, me retumbaron durante la Navidad y me llevaron a la conclusión de que, a pesar del crecimiento de Rodolfo Hernández y mi poco convencimiento de Gustavo Petro (por lo hecho en la Alcaldía de Bogotá), hasta el momento mi voto será en blanco.
No creo que ninguno de los precandidatos sea lo que necesita el país: la baja cuota de liderazgo en cada uno es increíble. Sobre algunos de ellos se han filtrado grabaciones ocultas de actos que no me permiten sentirme representado, porque el liderazgo ante las cámaras, en las tarimas o en las reuniones es un falso liderazgo: no son más que una puesta en escena para cautivar incautos o votantes, pero el liderazgo fuera de esos escenarios es el que más valoro por estas épocas. Cuando estamos en el círculo de confianza o no nos están viendo muchas personas queda claro cómo realmente somos: esa capa del liderazgo es la que no veo en los punteros en las encuestas; lo que reina son las infidelidades, las cachetadas a concejales y otras grabaciones que demuestran quiénes están detrás de las máscaras de buenos seres humanos.
Por otro lado, quienes abanderan en teoría un nuevo liberalismo son los mismos que estuvieron aliados con el antiguo, solo que ese ya no es popular y, en el mundo de las percepciones, es mejor estar distanciado para parecer que se hace algo diferente, pero al final sigue caminando como pato, teniendo plumas y haciendo “cuac”.
En esta primera columna del año quiero invitarlas, estimadas lectoras y lectores, a reflexionar sobre el ejercicio del derecho al voto para que, sin importar su decisión, lo primero que resulte de esta lectura sea informarse, dejar de creer en tendencias y ejercer con absoluta conciencia detrás del acto de a quién le da su voto.