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En política y en la vida no hay peor pecado que la incoherencia. Colombia la está pagando caro. Se nos prometió un cambio estructural, un giro audaz hacia la equidad, pero lo que tenemos es un cúmulo de resultados mediocres disfrazados de discursos. El gobierno de Gustavo Petro quiso presentarse como el arquitecto de una nueva nación, pero sus políticas revelan una brecha insalvable entre la retórica y la realidad.
En salud, la improvisación ha sido la norma. La promesa de transformar el sistema terminó convertida en un laberinto de reformas sin norte, donde médicos, pacientes y hospitales están atrapados. Se habló de acceso universal, pero la realidad es una red colapsada y una incertidumbre creciente. Hoy los gremios médicos alertan sobre hospitales al borde de la quiebra, EPS en crisis de liquidez y pacientes que esperan meses por citas o cirugías. El cambio terminó siendo un espejismo que erosiona la confianza ciudadana.
En materia de drogas, el país vive la vergüenza de la descertificación por parte de Estados Unidos. Un retroceso que no comenzó ayer: Santos y Duque ya habían sembrado la semilla del deterioro con políticas fragmentadas y resultados pobres en la erradicación. Petro heredó el fracaso y lo profundizó. El discurso de “regular” o “replantear” se quedó en frases de tarima. Mientras tanto, los cultivos ilícitos superan las 230.000 hectáreas, el microtráfico crece en las ciudades y la violencia ligada al narcotráfico sigue minando territorios, comunidades y la poca institucionalidad que aún resiste.
La seguridad no es mejor. Las cifras de homicidios, secuestros y extorsiones aumentan mientras se insiste en fórmulas que confunden diálogo con permisividad. La llamada “paz total” se convirtió en un oxímoron: ni paz, ni total. Lo que existe es un Estado debilitado frente a grupos armados que imponen su ley en las regiones, desde el Catatumbo hasta el Cauca. Y cuando el ciudadano percibe que la seguridad se derrumba en su barrio o en su carretera, no hay discurso que lo consuele.
La economía, motor indispensable para cualquier proyecto social, se estanca. El crecimiento de 2024 apenas rozó 1%, muy por debajo de lo necesario para reducir pobreza. El empleo es precario, la inversión extranjera directa cayó a mínimos en una década y la inflación, que para agosto de 2025 se sitúa en 5,10% anual, muy por encima de la meta del Banco de la República (3%), sigue siendo un lastre insoportable para quienes menos tienen. El resultado es claro: más pobreza y menos oportunidades. En lugar de generar confianza, la política económica se ha dedicado a espantarla con discursos contra el sector privado y reformas inviables. El país necesita una verdadera ingeniería social, pero con cimientos sólidos: productividad, inversión y disciplina fiscal.
No se trata de ser opositor por deporte ni de caer en la demagogia del “todo está mal”. Los hechos son los que hablan: indicadores débiles, instituciones desbordadas, políticas sin brújula. Lo incoherente es insistir en discursos épicos mientras los ciudadanos padecen la precariedad. Lo incoherente es predicar inclusión mientras se siembra división.
El llamado es doble. Primero, a la política: quien aspire a gobernar en 2026 debe entender que no basta con repetir la palabra “cambio”. Se requiere audacia, sí, pero con resultados tangibles. Colombia necesita un liderazgo que retome el rumbo económico, que reconstruya la seguridad y que diseñe políticas sociales sostenibles, no eslóganes de campaña.
Segundo, el llamado es a nosotros mismos. Porque ningún gobierno podrá enderezar un país donde los ciudadanos se aferran a la viveza, a la corrupción cotidiana y a la indiferencia. El verdadero cambio no empieza en un decreto, sino en la transformación de nuestros propios patrones de comportamiento.
La extrema incoherencia de este tiempo debe servirnos de espejo. El país no aguanta más discursos vacíos: exige resultados. Y exige también que cada colombiano asuma la responsabilidad de construir la nación que dice anhelar.
Si la fuerza laboral se reduce, la tasa cae aunque el país no esté generando trabajos nuevos o decentes. Eso es lo que vivimos. La Tasa Global de Participación descendió hasta 63.9% en octubre
La política económica que le ha servido bien al país durante décadas es gradualista, prudente y predecible
Estamos confiados y distraídos mirando un bello atardecer, mientras los atracadores nos distraen y se llevan de calle la democracia y el botín de la hacienda pública