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Colombia cerró el año cafetero con una producción de 14,8 millones de sacos, un crecimiento de +17% y el mejor registro desde 1992. Esta cifra no es un destello aislado ni un rebote estadístico, es la manifestación de un sistema que alinea conocimiento técnico, gobernanza y mercado. La institucionalidad cafetera, este conglomerado de empresas privadas, autónomas y eficientes, ha demostrado que cuando los incentivos están bien puestos y la gestión es rigurosa, los resultados llegan y se sostienen. Sin duda, la cifra más relevante es la producción, le sigue el valor de la cosecha, pero una igual de importante es la renovación de cafetales que alcanzó su mejor nivel en 13 años, un dato que no ocurre por azar: detrás hay disciplina agronómica e investigación aplicada de Cenicafé. Y a continuación en la cadena brillan la logística, capacidad comercial y de valor agregado confiable, que desarrollan Almacafé, la red cooperativa, Buencafé, y Procafecol. Esa arquitectura de servicios públicos no estatales con metas claras y rendición de cuentas es el cimiento silencioso de este desempeño.
La economía cafetera premia la productividad por hectárea y la consistencia en la taza. Por eso, la política sectorial más efectiva hoy es la que multiplica kilos y preserva calidad. Insistiré en que el Fondo de Estabilización de Precios del Café cumpla, con sentido contracíclico y prudente, el propósito para el cual fue creado: proteger el ingreso del caficultor ¿Cómo? Priorizando un programa sólido y permanente de fertilización financiado con el ahorro del propio sector: crédito a tasa subsidiada y descuentos efectivos en fertilizantes, focalizados y con ejecución ágil. En un cultivo perenne, la primera línea de defensa del ingreso se libra en la finca y en la planta; fertilizar bien no es un gasto, es la inversión que sostiene la productividad, preserva la reputación de la taza y potencia la prosperidad del productor. Cualquier otra conversación que no pase por ahí, por la agronomía, la calidad y la productividad, se vuelve ruido.
Sé que la retórica de estos tiempos confunde historia con consigna. Se repite una fábula maniquea que sataniza la exportación de materias primas como si fuese un pecado original. Es una simplificación dañina. Los países han exportado materias primas desde siempre: el maíz estadounidense, la soja brasileña, el aguacate mexicano, el litio chileno, los metales de tierras raras de China… y también el café colombiano. Eso no condena a una economía; marca el punto desde el cual comienza a construirla. Lo decisivo es lo que se construye encima: infraestructura que abarata costos, seguridad física y territorial que protege el producido del campo, capital humano con educación pertinente, financiamiento que acompaña el ciclo agrícola, y, muy especialmente, una marca colectiva capaz de reducir asimetrías de información y premiar la calidad de origen. En Colombia, esa escalera existe y tiene nombre propio: Café de Colombia.
La marca Café de Colombia no es un eslogan publicitario; es un contrato de confianza con el mercado. Se apoya en trazabilidad verificable, en cumplimiento logístico, en consistencia sensorial y en un servicio de extensión técnico que logró hacer del pequeño productor un actor competitivo. Gracias a ese activo intangible, el país es más Juan Valdez que cualquier estereotipo de economía ilegal. La reputación abre puertas, reduce costos de transacción, premia con primas de origen y, bien administrada, se convierte en ingreso en el bolsillo del caficultor. Nuestra tarea es blindar ese activo: cuidarlo de la improvisación, de los atajos reputacionales y de la tentación de convertir la marca colectiva en un botín de coyuntura política.
También debemos elevar el nivel de la discusión sobre “capturar más valor”. No se trata de contraponer grano a tostión, ni campo a industria. Se trata de encadenar. Cuando la productividad por hectárea es sólida y la base agronómica está bien nutrida, el territorio puede construir capacidades industriales regionales: perfilación, arte del tueste y empaques especiales, denominación de origen regional, y una verdadera economía circular que aproveche pulpa, mucílago y cascarilla para biofertilizantes, energía y nuevos productos. Eso es transformar sin desnaturalizar; sumar eslabones. Pero nada de eso es viable si el productor sigue resolviendo en la trocha problemas que el Estado debe resolver en las oficinas: seguridad para que los delincuentes no se apropien del producido; vías terciarias que conecten a tiempo y a costo razonable; internet rural que integre servicios, trazabilidad y comercio; y agua potable en la vivienda rural para dignificar la vida y hacer posible la integración generacional. Sin esa responsabilidad pública, cualquier promesa de “valor agregado” se queda en una maqueta.
El verdadero problema de Colombia no es exportar café en grano; el verdadero problema es exportar jóvenes, talento y esperanza. Cuando quienes deberían ofrecer soluciones prefieren ofrecer culpables, los mejores se van. Retenerlos exige menos megáfono y más gestión. Menos consigna y más ejecución. Los algoritmos aplauden frases confusas; los mercados y los ciudadanos premian soluciones verificables. Nuestro sector ha elegido hace tiempo el camino de las soluciones: extensión técnica profesional, indicadores que miden lo que importa, gobernanza que separa el dato del relato y estrategias que resisten el corto plazo. Este cierre de año cafetero confirma que la institucionalidad cafetera está haciendo las cosas bien. No es triunfalismo; es evidencia. Toca ahora consolidar: reforzar la fertilización como política de ingreso, profundizar la investigación y la transferencia tecnológica, modernizar la logística, transformar en origen, escalar plataformas que conectan productor y mercado, y defender con firmeza la marca colectiva que nos ha dado reputación en los cinco continentes. Ese es el camino para que el café siga siendo sustento, movilidad social y orgullo nacional.
Como gerente de la Federación Nacional de Cafeteros, asumí esa ruta con una convicción sencilla, honrar el punto de partida de un país que aprendió a convertir un cultivo en símbolo y un símbolo en desarrollo. Colombia hace las cosas bien y el mundo lo reconoce en una sola marca: Café de Colombia.