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Reclamar una inexistente soberanía sobre la isla Santa Rosa en Perú y anunciarlo el 7 de agosto, día de la celebración de la independencia colombiana, ad portas del último año de Gobierno, cuando se atraviesa una profunda crisis de legitimidad y peor aún, cuando se decide apoyar sin asomo de vergüenza, el régimen socialista de Maduro, que durante años ha suprimido derechos y libertades, perseguido la oposición y que ha probado su alianza con el narcotráfico, es definitivamente estar al lado del crimen, es la evidencia fáctica que faltaba del cinismo, la obstinación y testarudez.
La isla Santa Rosa está reconocida como parte de Perú por tratados internacionales vigentes, en particular el Protocolo de Río de Janeiro de 1942 y acuerdos bilaterales posteriores. En ello no hay duda. En el derecho internacional, la estabilidad de fronteras pactadas es un principio jurídico fundamental recogido en la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (1969): pacta sunt servanda, que significa “los pactos deben ser cumplidos”. Reabrir un diferendo viola no solo la norma, sino la estabilidad regional. Esto significa que cualquier acción unilateral, más allá de la retórica, implicaría desconocer la ley con graves consecuencias diplomáticas, comerciales y de seguridad.
Este tipo de estrategias responden a lo que teóricos de la geopolítica como Karl Deutsch y Harold Lasswell denominaron la búsqueda de la “cohesión interna por amenaza externa”, donde el gobernante de turno se inventa un enemigo o un conflicto para proyectar hacia fuera las tensiones sociales, desviando así la atención pública de crisis económicas, escándalos de corrupción o fracturas políticas internas.
No es la primera vez que un Mandatario aprovecha el recurso de un diferendo limítrofe real o inventado, en el centro de la agenda pública en medio de crisis internas. La historia nos ofrece ejemplos elocuentes: desde Argentina en 1982 cuando el presidente Galtieri invadió las Malvinas inglesas, derivando la respuesta militar del Reino Unido que se tradujo en un trágico revés para los soldados argentinos, hasta el mismo Nicolás Maduro, que ante el colapso económico y el aislamiento internacional, viene reactivando desde 2015 una disputa con Guyana reclamando la región del Esequibo, para cohesionar a sus bases y distraer la crisis humanitaria, aprovechando la retórica soberanista para distraer la opinión.
El libreto es el mismo: un enemigo externo real o imaginario, un discurso de defensa de la patria y una narrativa que desplaza los urgentes problemas que requieren solución sobre corrupción, economía o seguridad. Pero esta maniobra, más allá de ser predecible, es peligrosa. Perú es socio comercial clave de Colombia, aliado en la lucha contra el narcotráfico y miembro de foros comunes de cooperación en materia económica, medioambiental y de seguridad como la Alianza del Pacífico.
Además, existe un límite constitucional para el desarrollo de intervenciones militares en el extranjero. La Constitución Política de Colombia, en su artículo 173, establece de forma inequívoca que corresponde al Senado “permitir (…) el tránsito de tropas nacionales por el territorio de otro Estado”. Esto implica que cualquier hipotética intervención militar colombiana en otro país, incluyendo una acción en la isla Santa Rosa, requeriría la autorización expresa del Senado de la República. No se trata solo de un requisito formal, sino de un mecanismo de control democrático diseñado para evitar que la política exterior y de defensa quede sujeta a los impulsos caprichosos del mandatario de turno.
Este discurso ante un conflicto inexistente y que realmente no genera mayor interés en los colombianos -porque estamos concentrados en nuestras propias preocupaciones-, no es otra cosa que el típico recurso político para distraer la opinión pública, empleado cada semana, mediante una alocución distópica; es decir, de un mundo imaginario, un trino violento o una declaración incoherente, para que el país gravite a su alrededor y ocupe nuestra atención, girando ingenuamente alrededor de lo que dice el gobernante.
En lugar de inventar conflictos, un verdadero gobernante estaría resolviendo los problemas reales que atraviesa el país en materia económica y de salud, la inminente descertificación antinarcóticos, la crisis fiscal que pronto impactará servicios públicos y pensiones, la caída de la inversión extranjera y la situación de inseguridad en las regiones, entre otros. Perú merece respeto y no sufrir el rebote de estrategias díscolas que nada tienen que ver con las reglas del derecho internacional y de la diplomacia. Que no caigamos en esa distracción.
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