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Analistas 22/02/2014

Biomímesis

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean
La República Más
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Hace unos años tuve el privilegio de participar (como conferencista, aclaro con algo de nostalgia) en una feria internacional de la moda, uno de los eventos más interesantes y representativos de la cultura contemporánea. La “moda”, una palabra estadística en castellano, es “fashion” en inglés (lo que se usa), constituye un proceso fascinante para quienes desean entender la evolución de un sistema complejo, algo que está constantemente cambiando de organización e innovando sin un control central.

Hace unos años tuve el privilegio de participar (como conferencista, aclaro con algo de nostalgia) en una feria internacional de la moda, uno de los eventos más interesantes y representativos de la cultura contemporánea. La “moda”, una palabra estadística en castellano, es “fashion” en inglés (lo que se usa), constituye un proceso fascinante para quienes desean entender la evolución de un sistema complejo, algo que está constantemente cambiando de organización e innovando sin un control central. Dicen quienes critican por frívolas las pasarelas, que nadie en su sano juicio podría usar la ropa que allí se exhibe, y que la mera existencia de grandes casas o marcas de diseño es el mejor ejemplo de esa sociedad consumista que se nos impone día a día.

Para otros, la moda es un giro estético de la búsqueda de más y mejor comunicación en un ambiente que cambia constantemente, versión subacente a la novela de William Gibbson  “Pattern Recognition” (Mundo espejo, 2003), en la cual Cayce, su protagonista, es una “cazadora de tendencias” que tiene un don único para detectar las innovaciones espontaneas y cotidianas que surgen dentro de la sociedad como parte de su natural devenir, para luego entregarlas como ideas que otros apropian. La creatividad, dice Gibson, no viene del autor, quien es solo un dispositivo para formalizar algo que estamos haciendo todos. Las creaciones identitarias colectivas, sin embargo, no son reconocidas por los regímenes modernos de derecho, con lo cual la protección a los diseños y estilos autóctonos  es imposible y hay riesgos reales de que la “moda” de los kuna o las pintas del sombrero “vueltiao” se conviertan en marcas registradas por quienes no han aportado ni un gramo de ingenio o esfuerzo en su tradición…

Una de las cosas más antinaturales, sin que nadie la critique por ello, es vestirse (bueno, sí, el nudismo nació por eso). No se sabe de especie alguna que corte y cosa nada para ponerse, o que dude horas ante el clóset antes de decidirse por una “pinta”. Sin embargo, decenas de especies de larvas que viven en arroyos si construyen envoltorios de arena y piedritas minúsculas para protegerse de la fuerza de la corriente y medrar donde hay comida y oxígeno pero es peligroso adentrarse. Los caracoles, dicen los niños, van con la casa puesta y a veces, cuando mueren, pasa a ser refugio, ropa, de los cangrejos ermitaños, que seleccionan sus conchas no solo por el tamaño sino por los diseños exteriores. Pero nada parecido a la pasión con la que año tras año se suceden las colecciones de los grandes diseñadores humanos, a cuyas marcas culpamos de lanzarnos en la turbulencia de “lo que se (debería) usar”. “Tendencias” que, sin embargo, no provienen de ellos: su genio radica en actuar como instrumentos de detección temprana de procesos emergentes mucho más complejos, derivados de la interconectividad neuronal de la sociedad y de necesidades de comunicación e identificación en permanente ajuste, que nadie controla, efímeros como las especies biológicas en tiempo evolutivo, persistentes unos días no más, como demuestra la increíble cantidad de diseños que jamás trascienden o el esfuerzo que hacen los tiranos para contrarrestarlos: nada les perturba más que la diversidad, la espontaneidad, contraria a sus propósitos sicóticos.

Se reunirá en Barranquilla, en la Universidad del Norte y apenas al despertar de carnavales, un selecto grupo de expertos para compartir y debatir el tema de la innovación tecnológica basada en imitar la “naturaleza”,  una disciplina relativamente novedosa asociada con el diseño industrial que recibe el nombre de biomímesis. Relativamente, digo, porque todas las culturas han desarrollado gran parte de su arsenal primigenio de herramientas basándose en la cuidadosa observación de las interacciones de los organismos en su medio, que a la larga no es sino pura ecología.

Finas canoas de un solo tronco que cruzan raudas en la corriente son peces elongados que remontan chorros, micropulverizadores  y aspersores imitan glándulas de defensa de ciertos escarabajos, edificios adaptados a la variabilidad climática copian termiteros. La biodiversidad, sólo por existir, representa un universo de posibilidades creativas, y por tanto adaptativas, para quienes sepan observar. Y por supuesto, otro de los gigantescos campos de oportunidad que Colombia arriesga perder de no proteger y usar bien el magnífico regalo que representa su patrimonio biológico y cultural.

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