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Analistas 25/08/2022

La Parranda del Chivo

Andrés Otero Leongómez
Consultor en Investigaciones e Inteligencia Corporativa

Los narcos están de fiesta -y no me refiero a las parrandas de la primera dama-, sino a la propuesta del Presidente Petro sobre la descriminalización de las drogas como parte de su agenda de ‘Paz Total’. Están convencidos de que los que siembran y trafican droga lo hacen por un tema de pobreza y necesidad social y no, de delincuencia organizada. Confunden la defensa de los derechos de los consumidores, con promover políticas públicas para lavarles la cara -y las fortunas- a los narcos. Están aprovechando que la región se ha volcado a la izquierda para formar un bloque político que los ayude a ‘coronar’ su iniciativa. Están dispuestos a desechar una alianza geopolítica estratégica de más de tres décadas con Estados Unidos, con tal de garantizar el vicio y vivir sabroso.

Como colombiano soy consciente del costo social y humano que esta guerra nos ha dejado. Entiendo a quienes argumentan que no se pueden seguir haciendo las cosas de la misma manera y esperar un resultado distinto. Desde que el Presidente Nixon declaró la guerra contra las drogas unas cinco décadas atrás, siempre ha primado un enfoque represivo. A pesar de la inversión y los héroes que quedaron en el camino, muchos críticos -incluyendo algunos expresidentes colombianos- consideran que esta guerra se perdió.

Discrepo de ese argumento. Cuando el gobierno no le tembló la mano de aplicar su autoridad con capturas y extradiciones, aspersión aérea, destrucción de laboratorios, campamentos y pistas clandestinas, incautación de cargamentos, bombardeos, extinción de dominio, pérdida de visas e inclusión en listas como Ofac, la violencia asociada al narcotráfico disminuyó, la producción llegó a su mínima expresión y la criminalidad se desplazó. El problema resurgió cuando los pacifistas quitaron el pie del acelerador, les brindaron concesiones y les garantizaron legitimidad y participación política.

El lobby actual a favor de la descriminalización con enfoque en salud pública, ha creado el silogismo que es más sano fumar bareta o meterse un pase de cocaína, que tomarse una cerveza o comerse un pedazo de salchichón con gaseosa. Están convencidos de que, legalizando todas las drogas va a desaparecer la violencia, la delincuencia organizada y las economías ilegales. Para ellos, los señores de las Farc, el ELN, el Cartel del Golfo o la Oficina de Envigado, se van a resocializar y terminar convertidos en una especie de familia Kennedy criolla. Ya empezaron con las curules.

La legalización -como muy bien me lo explicó un funcionario del gobierno americano- es la capacidad de un Estado para controlar, regular y aplicar impuestos. Los recursos parafiscales provenientes de esa actividad se destinan para corregir el daño que su consumo deja en el camino, como se ha tratado por décadas con el alcohol, el tabaco, los opioides y otras drogas “legales”, sin mayores resultados. Políticas similares en otras latitudes ha disparado el consumo y transformado el negocio criminal hacia drogas más potentes y mortales como el Fentanyl.

Por eso la discusión no tiene que ser blanco o negro. La violencia y dificultad que genera combatir el crimen no puede ser la excusa para descriminalizar una conducta. La ley y el orden no se negocia, ya que en últimas es lo único que nos brindará un país seguro y en paz.

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