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La extinción de dominio es la acción judicial mediante la cual el Estado, en cabeza de la Fiscalía, puede confiscar bienes a los criminales producto de una actividad ilícita. Es una medida que se incorporó en nuestro ordenamiento jurídico hace más de una década con el fin de poder pegarles donde más les duele -en el bolsillo-. No requiere de una sentencia previa; en otras palabras, no hay que demostrar que la persona ha cometido un delito de narcotráfico, corrupción, minería ilegal, lavado de dinero u otros, para poder ir tras sus activos. En un principio fue una medida creativa enfocada a desmantelar las organizaciones criminales y sus economías ilegales.
Probatoriamente siempre ha sido difícil para las agencias del Estado demostrar que un bien es producto de un delito, pues los delincuentes son muy hábiles en crear estructuras jurídicas complejas en paraísos fiscales, utilizar testaferros y disfrazar las transacciones para esconder el origen de sus actividades ilícitas. Este procedimiento permite a las autoridades ser muy sigilosas en su manera de actuar, se invierte la carga de la prueba aplicando la carga dinámica, y facilita la obtención de medidas cautelares por parte de un juez.
Desafortunadamente esta Fiscalía no la viene utilizando para lo que fue creada: confiscar los bienes de las Farc y sus disidencias, el ELN, los antiguos líderes paramilitares -que poco a poco han regresado al país después de cumplir sus penas en Estados Unidos-, el Clan del Golfo, o las muchas otras estructuras criminales que pululan por todo el país y que gozan de total impunidad gracias a los múltiples acuerdos de paz.
De manera creativa la Fiscalía ha decidido utilizar esta figura jurídica para perseguir los activos de las empresas señaladas de financiar a grupos paramilitares durante el conflicto armado en Colombia. Utilizando la narrativa del gobierno Petro, la izquierda, las ONG’s y los activistas de derechos humanos, se condena a los empresarios de ser los grandes promotores del conflicto armado sin ser vencidos en juicio y violándoles su presunción de inocencia. Y aunque a la fecha, la justicia transicional -tanto Justicia y Paz como JEP- no han sido capaces de comprobar la responsabilidad subjetiva de empresarios en masacres y asesinatos, se apoyan en los testimonios de algunos falsos testigos -denominados gestores de paz-, para endilgarles una especie de responsabilidad objetiva a los empresarios por lo que ocurría en sus zonas de operación.
Utilizan la extinción de dominio como un mecanismo de expropiación sin indemnización, algo que a la izquierda latinoamericana le fascina. Aplicando medidas cautelares, de manera expedita le secuestran el bien a la empresa -llámese tierras, oficinas, maquinaria, activos financieros y demás- supuestamente para resarcir a las víctimas. Debe ser la defensa la encargada de probar un negativo. No basta con que la empresa pueda demostrar el origen lícito de sus bienes o de su actividad empresarial; o si estaba siendo secuestrada, extorsionada, amenazadas o era objetivo de atentados terroristas. Ahora tienen la obligación de probar que no tuvo vínculo alguno con estos grupos narcoterroristas que controlaban gran parte del país. El solo hecho de que operaban sus negocios en zonas controladas por estos grupos al margen de la ley, los hace culpables. Y mientras, los verdaderos responsables posan de congresistas y gestores de paz. Pasamos de Guatemala a Guatepeor.
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