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Analistas 25/02/2021

Nuestros salvajes oestes

Andrés Caro
Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale

Hay una mentira terrible en el mito de que el Viejo Oeste -la región enorme de Estados Unidos que empieza al oeste del Misisipi y que llega hasta California- fue un lugar heroico en el que la civilización se impuso a la barbarie a través del trabajo de héroes. La civilización, según este mito, se ve como Ronald Reagan, como John Wayne, como Clint Eastwood. Como un hombre blanco, solitario, que hace justicia e impone el orden moral en tierras ocupadas por salvajes que roban, secuestran y violan.

El viejo Oeste, como lo han mostrado intelectuales como Patricia Limerick, es un paisaje cultural y simbólico (parecido a la pampa del Martín Fierro y a ciertas representaciones nostálgicas de la “Colombia profunda” y de “los territorios” en nuestro país) que ha servido para naturalizar injusticias que existen en el presente, y, sobre todo, para imaginarse de una forma aceptable una relación precaria entre un centro que se imagina civilizado, regulado, educado, y una periferia que se supone salvaje.

Colombia tiene varios salvajes oestes. Tenemos el mito que dice que los indígenas son “nuestros hermanos mayores,” y que funciona, sobre todo, inventándose una imagen esterilizada y esencialista de lo indígena que conecta a ciertos grupos con un conocimiento previo y ancestral de la naturaleza, que nos imaginamos como más verdadero, y que sirve, en gran medida, para desconocer reclamos actuales de esos grupos y, también, prácticas inaceptables de algunos de ellos.

Está, también, la explicación de que el Estado no ha llegado a ciertos sitios y que falta conquistar, ocupar, pacificar, ciertos territorios de frontera de Colombia. Este mito se imagina que el Estado es una potencia que puede y que sólo se actualiza cuando ocupa todo el territorio, y que su ausencia es garantía de barbarie. Se imagina, también, que el Estado no ha estado nunca, y que la gente que vive allá vive en un estado de naturaleza.

La expresión de esto está tanto en las pretensiones de “paz territorial” del Acuerdo de Paz, que explican la violencia por el abandono del Estado y por unas míticas gallinas que alguien le robó a Tirofijo, como en las políticas actuales de erradicación de cultivos ilícitos que piensan que la mejor forma de entrada del Estado es a través de una especie de Blitzkrieg de avionetas y herbicidas contra una montaña.

Pero el Estado está en esos lugares y allá, en las fronteras esas y también en las ciudades, ha protagonizado los grandes fenómenos de la violencia en Colombia, a veces en la ofensiva y a veces defendiéndose. Sabemos, por ejemplo, de los vínculos entre la Policía y los liderazgos locales durante La Violencia, de las relaciones (íntimas) entre Paramilitares y brigadas del Ejército, y de carteles de la droga con la Policía colombiana y con la DEA durante la persecución a Pablo Escobar.

Sabemos, también, del Estado como actor directo de la violencia y de la guerra: el DAS fue un aparato medio criminal. El ejército torturó y ejecutó a colombianos de mi generación. En Colombia, parafraseando a Charles Tilly, la guerra ha hecho al Estado y el Estado ha hecho la guerra.

El mito del Salvaje Oeste ha reaparecido, recientemente, por la situación del occidente colombiano. En Buenaventura hay dos bandas criminales que se están peleando un barrio. En Tumaco mataron a once personas el fin de semana. Leemos esto y nos imaginamos un lejano oeste al que el Estado quiere pero no puede llegar.

Sin embargo, el CTI levanta los cuerpos, los ministros viajan a los sitios donde ocurren las masacres y en cada municipio hay policías, escuelas y alguna expresión de la burocracia pública. Nuestro salvaje oeste es feroz, sin duda, pero no es un lugar sin Estado. Buenaventura, por ejemplo, no sólo tiene el puerto más importante de Colombia, sino que es sede de la Armada, del Ejército y de la Policía, y de sedes de las universidades del Valle, del Pacífico y del Sena, entre otras.

Imaginarnos a Colombia como una suma de salvajes oestes nos sirve para excusar a un Estado que está y que siempre ha estado (que a veces ha estado bien y a veces mal). Así, la explicación de la violencia en Colombia debe tener en cuenta al Estado como una presencia y no como una ausencia.

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