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Analistas 05/12/2020

La recentralización

Amylkar D. Acosta M.
Docente de la Universidad Externado de Colombia

El siglo XIX fue el escenario de una gran tensión política entre quienes defendían el centralismo y quienes propendían por el federalismo. Dos destacadas figuras del radicalismo liberal defendieron con ardentía el federalismo, fueron ellos Rafael Núñez, quien afirmara en 1855 que “la federación es nuestra tierra prometida” y Juan José Nieto, único Presidente afrodescendiente que ha tenido Colombia, quien en una misiva dirigida a su amigo el General Francisco de Paula Santander le dijo que él era “federalista por opinión informada y no por caprichos del corazón”.

Años después Rafael Núñez adjuró de sus convicciones federalistas, para abrazar la de sus detractores, con quienes hizo causa común como converso para darle un viraje de 180 grados a las instituciones políticas colombianas. Y se justificó aduciendo que “el Gobierno General (léase Gobierno Central) no es, por tanto, sino simple delegatario revestido de especiales atribuciones administrativas por la voluntad de los Estados (federados)”.

Este fue el preámbulo de la centenaria Constitución de 1886. En esta nueva Constitución se consagró la fórmula dicotómica de la centralización política y la descentralización administrativa en el marco de una República unitaria. Pero, la verdad sea dicha, durante su vigencia prevaleció la centralización política sobre la descentralización administrativa, acentuada por el agobiante régimen presidencial que nos rige.

El hito más importante de la descentralización en Colombia tuvo lugar en la administración del liberal Carlos Lleras Restrepo. El paso más importante se dio con la creación, mediante una reforma constitucional en 1968, del situado fiscal, una bolsa de recursos de transferencias para las entidades territoriales y la creación de una serie de institutos descentralizados, con los cuales se desconcentraron recursos, al tiempo que se delegaban funciones propias del Gobierno Central.

En 1991 se expide una nueva Constitución Política pluralista que vino a ocupar el lugar de la confesional de 1886 inspirada por los regeneracionistas Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro. En la misma se estableció “un Estado Social de Derecho, organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales”. De esta manera se avanzó, al ir más allá del concepto de descentralización administrativa para consagrar el principio de la autonomía territorial en sus artículos 1º y 287. Como lo dejó establecido el expresidente del Consejo de Estado, Javier Henao Hidrón, “se entiende por descentralización la capacidad de gestión administrativa y la autonomía como la capacidad de decisión política”.

El año entrante se cumplen los primeros 30 años de esta Carta y durante estas tres décadas no solo no hemos avanzado un ápice en materia de autonomía, sino que se ha venido dando un proceso de recentralización. El situado fiscal, que devino en el Sistema General de Participaciones (SGP), que estaba llamado a fortalecer la gestión territorial mediante un aumento progresivo del porcentaje de los ingresos corrientes de la Nación, sufrió una mengua por cuenta de los actos legislativos 01 de 2001 y 04 de 2007. A consecuencia de estos, los departamentos y municipios del país dejaron de recibir entre los años 2002 y 2015 $108 billones, aproximadamente, recursos estos que le quitaron a la salud, a la educación y al agua potable, que es la destinación específica que tienen los recursos del SGP.

Lo más grave es que se ha venido dando una descentralización disfuncional, consistente en delegarle a las entidades territoriales funciones, pero sin recursos, violando el artículo 356 de la Constitución, el cual dice que “no se podrán descentralizar responsabilidades sin la previa asignación de los recursos fiscales suficientes para atenderlas”. El Congreso de la República solo se ha limitado a facultar al Gobierno nacional para crear una Comisión de Expertos para que le proponga un texto para dicha reforma, sin que hasta el momento se sepa algo de sus resultados.

La situación para los departamentos y municipios se agrava en la medida que, como lo acota el exconstituyente, Carlos Rodado Noriega, “nuestros niveles intermedios de gobierno son débiles, viven de rentas decadentes…Las frecuentes reformas tributarias que se aprueban en el Congreso sólo se ocupan del fortalecimiento de los tributos que recauda la Nación y poca o ninguna atención se les brinda a los tributos de los entes subnacionales”.

En efecto, desde la Ley 49 de 1990 hasta la Ley 2009 de 2019 se han aprobado 17 reformas tributarias y todas, absolutamente todas, para arbitrarle recursos a la Nación y ninguna para arbitrarle recursos a las entidades territoriales, lo cual ha redundado en un debilitamiento de las finanzas territoriales.

De allí que de cada $100 que se recaudan por concepto de impuestos $83,5 van para la Nación, mientras que los municipios y los departamentos se tienen que conformar con solo $11,9 y $4,6, respectivamente. De allí la pertinencia y oportunidad de darle curso, con carácter urgente, a las recomendaciones de la Comisión de Expertos creada al amparo de la Ley 1943 de 2018 para el fortalecimiento de los fiscos territoriales.

Llegó la hora de barajar y volver a repartir los recursos públicos, hoy concentrados en el Gobierno central en desmedro de las entidades territoriales, a través de la reforma del SGP y de los tributos territoriales, de tal manera que se equilibren las cargas entre la Nación y los territorios.

Ello es tanto más urgente en la medida que la crisis pandémica ha ahondado la crisis fiscal de las entidades territoriales, en momentos que, para recuperar y reactivar la economía, se requiere un impulso desde las regiones y para enfrentar sus secuelas sociales se pueda dar la concurrencia entre Nación y entidades territoriales para paliar sus deplorables efectos.

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