Los partidos políticos no gozan de buena imagen en la opinión pública colombiana. Así lo reveló la encuesta Barómetro de las Américas, revelada por El Tiempo en los últimos días. Las organizaciones tienen un pírrico 31% de apoyo, lo que significa que un 69% de la ciudadanía desconfía de ellas. Esa es una pésima noticia para la democracia.
El nivel de apoyo a nuestro sistema político, además, es muy bajo. Menos del 40% de los jóvenes lo respaldan. Y esa es la población más significativa, porque sobre ellas recae la responsabilidad de perpetuar y mejorar las bondades de la democracia. El país tiene, además, un índice de percepción de corrupción del 81,7%. También, somos el país más derechista del continente.
¿Qué nos está pasando para llegar a ese lamentable estado? Sin duda, el impacto de la parapolítica, la farcpolítica y los últimos escándalos de corrupción, que no es necesario enumerar porque todos los conocen, lamentan y exigen pronta justicia, han permeado el ánimo de la gente y aumentado la desconfianza hacia la democracia y los partidos, y ha inclinado a la población a la derecha y la mano dura, como un reclamo de aplicación urgente de la ley.
Esta realidad exige una profunda reflexión sobre el sistema político que estamos construyendo. Un debate que debe incluir a los dirigentes políticos, académicos, investigadores, medios de comunicación y a la sociedad civil organizada, para que entre todos defendamos el espíritu de la Constitución y la vigencia de la democracia.
Los partidos políticos hoy son más necesarios que nunca. No pueden desaparecer, ni ser sustituidos por líderes mesiánicos que se abroguen poderes sobrenaturales y omnímodos para perpetuarse en la administración del Estado mediante la reforma permanente de la Constitución y las leyes.
Los partidos políticos son el corazón de la democracia. No es acabándolos como se sobrevive a las amenazas del siglo XXI: la pobreza, las violaciones de los derechos humanos, el conflicto armado interno, el narcotráfico, el desempleo, las migraciones, entre otros.
Es nuestra preocupación seguir rodeándolos de garantías, como el ingreso de suficientes recursos económicos paras sus actividades proselitistas y de formación política, el acceso a los medios de comunicación y protección para sus líderes, frente las amenazas de los violentos. Por supuesto que los derechos de la oposición forman parte de ese caudal de garantías a su supervivencia, pero sobre todo, de un aporte insalvable a la construcción de un país en paz. Sin oposición democrática solo quedaría la oposición armada o el unanimismo y ese es el peor escenario, la antítesis, para salir adelante.
Ratificamos nuestro compromiso con la Unidad Nacional y con el fortalecimiento de las colectividades. Tal y como lo dijo el Presidente Santos, impediremos cualquier cambio de las reglas de juego que amenace su vigencia y permanencia. El transfuguismo es una palabra prohibida en medio de un debate electoral marcado por una asfixiante polarización, promovida por quienes le apuestan al fracaso de los anhelos de paz y de las políticas sociales que benefician a millones de compatriotas sumidos en la pobreza. Los partidos de garaje y famiempresas electorales tienen que desaparecer. Vamos a evitar que las colectividades sean vestidos desechables de una sola postura.
Estamos obligados a cerrarle la puerta a la desconfianza en los partidos, fortalecer la democracia y promover la transparencia. Es una obligación colectiva actuar ya para impedir que nuestro sistema político quede partido en mil pedazos y el caos impida que germine la paz, bastión supremo de la democracia.