El Calvario de Van der Weyden resucita en el Prado

En mayo de 2011, cinco siglos y medio después de su autoría, y pese a la restauración acometida en 1947, la tabla había perdido su embrujo. El tiempo, una vida demasiado azarosa para un cuadro y los estragos de intervenciones poco afortunadas, por decirlo suavemente, habían relegado una de las obras maestras del, posiblemente, mejor pintor de su tiempo, reconocido en vida.

Patrimonio Nacional, propietario del cuadro, y el Museo del Prado suscribieron entonces un acuerdo de colaboración para una nueva restauración. Han sido cuatro años de minucioso trabajo en los talleres de la pinacoteca madrileña con un total de 15 especialistas de ambas instituciones. Y se puede decir que sí, que el Calvario ha resucitado. Devuelto ese gozo de la tridimensionalidad que fascinó a Dal Pozzo y otros viajeros del siglo XVII, será una de las joyas de la exposición Rogier van der Weyden, que se inauguró en el Prado.

La tarea no ha sido fácil. Loreto Arranz, restauradora de Patrimonio Nacional que se ha encargado de la recuperación de la capa pictórica, fue quien elaboró en 2008 el informe sobre el estado de la obra. “Una grieta inmensa cruzaba el cuadro a la altura de las rodillas del Cristo; el barniz estaba muy oxidado; había muchos aditamentos; el color había virado, muchos blancos eran grises...”, enumera.

En cierto modo, el cuadro ya nació con un hándicap. Van der Weyden lo pintó como un regalo, una donación a la cartuja de Scheut, junto a Bruselas. Por sus dimensiones (324,3 x 194 cm) la superficie sobre la que pintar el cuadro no se pudo armar con paneles verticales: no era fácil obtener de un solo tronco de roble tablas de más de tres metros de largo. Así que finalmente se hizo con 13 paneles horizontales en persiana, una estructura que, por el peso y la gravedad, hace más complicada la conservación.

El Calvario estuvo en Scheut hasta 1555. Ese año Felipe II viajó a Flandes y lo compró. El cuadro viajó a España, donde padeció distintas vicisitudes entre las que no faltaron un accidente por el que se separaron dos de sus tablas antes de llegar a El Escorial o el incendio del palacio, en junio de 1671, que no llegó a la Librería del Coro, la estancia donde se hallaba entonces, pero sí a las salas colindantes, de manera que el calor ocasionó la formación de bultos. En otro momento se llegaron a fijar añadidos de madera con clavos remachados por el lado donde estaba la pintura. En 1913, el estudioso alemán Friedrich Winkler aseguró que estaba “en gran medida, en ruinas”.

Tornillos de nailon
La labor implicaba, por tanto, operar no solo sobre el óleo, también sobre la tabla. Y si Arranz se ha hecho cargo de la pintura, José de la Fuente, del Museo del Prado, ha sido el responsable de sanar el soporte. Es uno de los seis únicos restauradores de paneles de pintura que hay en todo el mundo. Desmontó los 13 tableros, eliminó añadidos (telas encoladas, estopa, maderas, clavos...) y volvió a encolarlos haciendo coincidir el dibujo al milímetro. Además, ha tenido que idear un bastidor unido al cuadro con 104 tornillos de nailon y otros tantos muelles, de forma que lo sujete con firmeza pero sea flexible para permitir los movimientos naturales de la madera. Alguna noche ha pasado sin dormir pensando en la mejor solución. “No sabes cuánto me alegra no tener que hacerlo yo”, le comentó, medio en broma medio en serio, cuando vino a visitarle George Bisacca, colega en el Metropolitan Museum de Nueva York con quien ya trabajó en la restauración de otro vanderweyden, el Descendimiento.