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Discurso de Saramago al recibir el premio Nobel en 1998

viernes, 19 de abril de 2013
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Colprensa

El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando a pastar la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y su mujer.

Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del destete eran vendidos a los vecinos de la aldea, Azinhaga de nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos y eran analfabetos uno y otro.

En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba, sacaban de las pocilgas a los lechones más débiles y los llevaban a su cama. Bajo las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no procedían así por delicadeza del alma compasiva: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día con la naturalidad de quien, para proteger la vida, no aprendió a pensar más de lo indispensable.

Ayudé muchas veces a mi abuelo en sus andanzas de pastor, cavé la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la rueda de hierro que accionaba la bomba; hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro a escondidas de los guardas; fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después serviría para el lecho del ganado. Y algunas veces, en noches calurosas de verano, mi abuelo me decía: “José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera”.

Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos por antonomasia, palabra erudita que solo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba... En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el Camino de Santiago, como todavía la llamábamos en la aldea.

Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo me iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo tiempo que suavemente me acunaba.

Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, a propósito, introducía en el relato: “¿Y después”?.

Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquél tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que imaginaba a mi abuelo Jerónimo como señor de toda la ciencia del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí. Se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta y descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los 14 años), aún con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se situaban las pocilgas, a la lado de la casa.

Mi abuela, en pie desde antes de mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño, nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: “No hagas caso, en los sueños no hay firmeza”.

Pensaba entonces que mi abuela, aunque fuese también una mujer sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ese que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras.

Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que mi abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podía significar el que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menos de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: “El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir”. No dijo miedo de morir, dijo pena, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada.

Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito; gente, y ese fue mi abuelo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto, uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.

Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre mi abuelo Jerónimo y mi abuela Josefa (me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusual), tuve consciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios; y que esa era, probablemente, la manera de no olvidarlos. Dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de una cotidianidad opaca y sin horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de la memoria la irrealidad sobrenatural del país en que ha decidido vivir.

La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante y enigmática figura de un cierto bisabuelo bereber, me llevaría a describir más o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya casi con 80 años) donde mis padres aparecen: “Están los dos de pie, bellos y jóvenes, de frente ante el micrófono, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que es tal vez temor delante de la cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que nunca más volverán a tener porque el día siguiente será implacablemente otro día... Mi madre apoya el codo derecho en una alta columna y sostiene en la mano izquierda, caída a lo largo del cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por la espalda de mi madre y su mano callosa aparece sobre el hombro de ella como un ala. Ambos pisan tímidos una alfombra floreada. Le tela que sirve de fondo postizo al retrato muestra unas difusas e incongruentes arquitecturas neoclásicas”. Y terminaba: “Tendría que llegar el día en que contaría estas cosas. Nada de eso tiene importancia a no ser para mí. Un abuelo bereber, llegando del norte de África, otro abuelo pastor de cerdos, una abuela maravillosamente bella, unos padres graves y hermosos, una flor en un retrato ¿qué otra genealogía puede importarme? ¿En qué mejor árbol me apoyaría?”.

Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención que no fuese reconstruir y registrar instantes de la vida de las personas que me engendraron y que estuvieron más cerca de mi, pensando que no necesitaría explicar nada más para que supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que en poco tiempo me he convertido.

(...) Al pintar a mis padres y a mis abuelos con tintas de la literatura, transformándolos, de las simples personas de carne y hueso que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde los personajes que habría de inventar, los otros, los efectivamente literarios, fabricarían y me traerían los materiales y las herramientas que, finalmente, en lo bueno y en lo menos bueno, en lo bastante y en lo insuficiente, en lo ganado y en lo perdido, en aquello que es defecto, pero también en aquello que es exceso, acabarían haciendo de mí la persona que hoy me reconozco: creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos. En cierto sentido se podría decir que, letra por letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido sucesivamente implantando en el hombre que fui los personajes que creé.

Sin ellos no sería la persona que soy, sin ellos tal vez en mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser. 

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