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No hay palabras que alcancen. No hay argumento político, ni justificación ideológica, ni cálculo de poder que pueda explicar o perdonar el secuestro de un niño de 11 años. El 3 de mayo, en Jamundí, hombres de las disidencias de las Farc llegaron hasta la casa de Lyan y se lo llevaron a la fuerza.
Y desde ese día, desde ese instante atroz, su mamá, Angie Bonilla, vive atrapada en la peor pesadilla que puede vivir cualquier madre: no saber dónde está su hijo, si tiene frío, si lo están tratando bien, si llora por las noches pidiendo volver a casa. Angie no duerme, no respira. Y desde entonces, somos muchas otras madres que tampoco lo hacemos, que lloramos con ella, que nos angustiamos con ella, que vemos en esa historia la materialización de uno de nuestros peores miedos.
¿Hasta dónde nos va a arrastrar esta guerra maldita? ¿Dónde están los límites? ¿En qué momento aceptamos que en Colombia se lleven niños como botín? ¿En qué instante permitimos que los menores sean rehenes del conflicto?
¡No es del pasado, es de hoy! Pasa ahora mientras escribo esto con rabia contenida, con el estómago hecho un nudo y con el alma rota.
Y mientras acá gritamos con impotencia, del otro lado solo se escucha el indolente silencio. Ni una palabra. Ni un tuit. Ni un gesto. Ni un acto de humanidad. Nada.
El presidente, a quien Angie dirigió su doloroso clamor, no ha sido capaz de dirigirse a ella, de escucharla y menos de pronunciarse. No se necesitaría mucha elocuencia, una palabra compasiva o empática, sería suficiente.
¿Qué clase de Gobierno calla ante el secuestro de un niño? Eso duele. Duele mucho, porque el silencio no es neutral, es cobarde y cómplice.
¿Qué promesa le hacemos a nuestros hijos? ¿Qué futuro les ofrecemos cuando ni siquiera podemos garantizarles una infancia segura? ¿Cómo le explico a mi hija que en este país a veces los niños desaparecen y no pasa nada?
A mí no me importa si la familia de Lyan es rica, pobre, influyente o humilde, no me importa el pasado de ellos, me importa el presente de él.
En cambio, sí me preocupa, y mucho, la reacción de la sociedad. No ha habido un cacerolazo, ni convocatorias espontáneas que unan al país entero ¿Dónde estamos todos los que alguna vez juramos que a los niños no se les toca? ¿Por qué no nos levantamos? ¿Por qué no gritamos más fuerte? Es como si nos costara empatizar con el dolor de una madre que suplica, como si su tragedia fuera ajena, como si no nos perteneciera. Como si no fuera con nosotros.
Tal vez el secuestro de Lyan me duele no solo por lo que representa, sino por lo que revela de nosotros mismos: que nos estamos acostumbrando a la tragedia. Y eso es lo más peligroso de todo.
Seguimos como si nada. Nos deslizamos entre tendencias de redes sociales, enredados en debates en Twitter, perdidos entre escándalos del día, mientras un niño sigue secuestrado. Cambiamos de tema con la misma facilidad con la que cambiamos de canal. Nos hemos anestesiado frente a la realidad porque duele mirarla de frente. Preferimos mirar a otro lado, apagar la pantalla y refugiarnos en nuestra rutina. Pero les digo una cosa: el dolor de Angie Bonilla no se apaga. Su hijo no vuelve por cambiar de tema.
¡Ojo! El secuestro de Lyan tiene que dolernos diferente. Tiene que despertarnos. Tiene que avergonzarnos.
La inversión social es recurrente y requiere ser programada todos los años, representa en 2025 unos $15 billones, mientras la infraestructura nueva está en función del espacio dejado por las vigencias futuras