La corrupción empieza en casa

En Colombia la “corrupción” se ha convertido en un comodín del discurso público; se le culpa de todo: de la pobreza, del atraso, de la desconfianza institucional, no hay campaña política sin promesas de acabar con ella, ni conversación cotidiana que no mencione “todo lo que se roban”. Y hay razones de sobra para la indignación: obras inconclusas, condenas leves para saqueos monumentales, contratos amañados, políticos que tras cumplir una corta pena reaparecen como asesores, contratistas o candidatos. Sin embargo, en medio de esa indignación, seguimos sin atacar el corazón del problema: la corrupción no nace en las oficinas públicas, nace en la cultura colombiana.

El colombiano promedio aprende desde temprano a convivir con pequeños actos de corrupción. En el colegio se justifica copiar en un examen, si “el profesor es muy duro”, en la universidad se ve con normalidad falsificar un certificado médico para aplazar una entrega, en la calle se celebra “el contacto” que facilita un trámite o que ahorra una multa. Lo peor es que si alguien actúa de forma íntegra, suele recibir miradas de burla o es visto como ingenuo, así, antes de llegar a cargos de poder, muchos ya han validado prácticas deshonestas como parte del “sistema”.

No basta con leyes más duras o con aumentar el número de policías y fiscales. La verdadera transformación debe empezar desde la infancia, con un plan integral de educación en ética y valores que no se limite a unas horas de clase, sino que permee el ambiente escolar, familiar y comunitario, la ética no puede enseñarse solo como una asignatura, debe vivirse como una experiencia.

Este enfoque no busca formar santos, ni pretende que todos los ciudadanos del futuro salgan con una moral inquebrantable, pero sí debe brindar espacios de reflexión y herramientas para que los más pequeños se hagan preguntas fundamentales: ¿Esto que hago está bien o está mal?, ¿A quién afecta?, ¿Cómo me sentiría si me lo hicieran a mí? En otras palabras, desarrollar pensamiento crítico moral desde edades tempranas.

En una clase que dicta mi hermana de ética en la universidad desde hace ocho años, suele hacer preguntas sobre actos cotidianos, una gran parte de los alumnos siempre justifican pequeños robos o mentiras y el relativismo sobre cualquier tema lleva a que no haya ningún acto malo.

Los países que han logrado avances sostenidos en la lucha contra la corrupción, como Singapur o los escandinavos, no lo hicieron únicamente con medidas punitivas, lo hicieron con educación. Apostaron por generaciones que crecieran con otro chip cultural, en Colombia, seguimos creyendo que el problema se resuelve con más cárcel, cuando el problema real está antes: en la conciencia.

Es hora de que los nuevos candidatos dejen de repetir eslóganes vacíos sobre acabar con la corrupción y empiecen a hablar de una estrategia de transformación profunda, que incluyan en sus propuestas políticas educativas desde la primera infancia, programas de formación ética y planes de cultura ciudadana; se necesita una reforma curricular que integren la ética en el desarrollo de los primeros cursos, no como un apéndice teórico, sino como el eje transversal de su formación.

Se sabe que este cambio no será inmediato, quizá se demore una generación, pero hay que sembrar la semilla ya. Si se sigue pensando que todo se resuelve con castigo, el ciclo será el mismo: corruptos que entran y salen, y una sociedad que se escandaliza mientras perpetúa en silencio los mismos vicios que critica, la verdadera revolución contra la corrupción no empieza en los juzgados, empieza en el hogar, en el aula, en el ejemplo cotidiano.