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Analistas 15/09/2017

La caída de Ícaro

Jorge Iván González
Profesor de U. Nacional y Externado

El mensaje inmanente del Papa Francisco pone en evidencia, una vez más, el drama de la cultura occidental, que es reacia a reconocer las bondades de la naturaleza, y del encuentro con la felicidad y el placer. Dice el mito que en su afán de subir a los cielos, Ícaro se acercó tanto al sol que sus alas se quemaron y cayó de bruces.

En El Retorno de Ícaro, Augusto Ángel interpreta este mito como el desenlace fatal de la tensión que ha vivido occidente entre la trascendencia y la inmanencia. La cristiandad ha experimentado este conflicto de maneras muy diversas. En sus orígenes, la tradición filosófica occidental se debatió entre la mirada idealista de inspiración platónica, y la inmanencia aristotélica. Para Platón el bien se encuentra más allá, por fuera de los sujetos. Los seres humanos apenas podemos percibir de manera imperfecta lo bueno, que se nos presenta como inaccesible. Aristóteles, en cambio, considera que el bien y la felicidad no son ajenos a la persona. El sujeto aristotélico es inmanente. El mundo cristiano, siguiendo a Agustín de Hipona se la jugó por una visión trascendental del mundo, y asoció la bondad a la virginidad y al dolor. En la novela de Humberto Eco, El Nombre de la Rosa, el bibliotecario Jorge esconde el libro que habría escrito Aristóteles sobre la risa. En la mirada trascendental de Jorge, la risa y la alegría tienen que ser rechazadas, y deben prohibirse, porque detrás del placer siempre hay intereses demoníacos.

En diversos momentos de la historia se buscó la inmanencia sin mucho éxito. Primero con Tomás de Aquino en el siglo XIII, después con Lutero y el Renacimiento en el siglo XVI. Estos intentos por rescatar el papel del sujeto en la definición del bien moral sucumbieron ante la fuerza de las miradas trascendentales. Contemporáneo de Lutero, el fundador de los jesuitas, Ignacio de Loyola reconoce que la razón tiene un papel determinante en la formación del juicio moral. Y al interior de la catolicidad también propone una visión de la realidad que privilegie la inmanencia.

El Papa Francisco, hijo de Ignacio de Loyola y discípulo de Francisco de Asís, también se la juega por una concepción de la vida en la que los seres humanos reconozcamos nuestra estrecha relación con la naturaleza. Este enfoque inmanente se expresa con toda la fuerza en Laudato Si’: “El medio ambiente es un bien colectivo, patrimonio de toda la humanidad y responsabilidad de todos”. El cambio de enfoque es evidente. La discusión de los católicos no puede continuar girando alrededor de postulados trascendentales como la trinidad divina, o la virginidad de María, sino que se debe centrar en los asuntos cruciales que nos competen a todos, como la protección del planeta, la “casa común”. Y en este enfoque inmanente, la sonrisa y el placer son virtudes intrínsecas.

No obstante, sus bondades, el mensaje de Francisco todavía no logra vencer el profundo arraigo de una visión trascendental, que suele estar acompañada de posiciones políticas conservadoras. Y en medio del vértigo de la caída, la catolicidad no se ha atrevido a romper con el celibato, que impide que la inmanencia llegue a su plenitud. Es el momento de seguir el camino de los hijos de la diosa Isis, para quienes el hombre únicamente es espiritualmente completo cuando tiene conocimiento carnal de la divinidad femenina.

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