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En agosto de 2005, Proexport, hoy Procolombia, en asociación con un importante grupo de empresarios de distintos sectores de la economía, lanzó una singular campaña de posicionamiento de marca que buscada sacar provecho de los logros en materia de seguridad conseguidos a partir de 2002, con el propósito de contrarrestar la mala reputación de nuestro país −ganada como consecuencia de la violencia, el terrorismo y el narcotráfico que acapararon la atención del mundo durante las dos décadas anteriores− y así motivar la inversión extranjera, incrementar las exportaciones y fomentar el turismo.
Esta iniciativa bautizada como “Colombia es pasión”, no estuvo exenta de críticas, por diversas razones, dos de las cuales recuerdo con claridad: la primera, la víscera roja y humeante en su logotipo, que parecía ser un pastiche del sagrado corazón de Jesús al que monseñor Bernardo Herrera Restrepo y el presidente José Manuel Marroquín le delegaron la misión de salvar nuestra patria el 22 de junio de 1902. La segunda, el uso de la palabra pasión que, aunque era obvio el contexto de afecto ardiente con que se utilizó, según sus críticos motivaba sentimientos ambivalentes e incluso opuestos a la esencia de la campaña de marras.
Creo firmemente que el vocablo pasión se ajusta con precisión a nuestra idiosincrasia. Es contradictoria en sí misma, como lo somos los colombianos. Por una parte, denota esa devoción impetuosa por lo que significa esta nación y simultáneamente trae implícito el sufrimiento. Pasión es sinónimo de frenesí, pero también lo es de pasividad y de ausencia de acción. Ahora que finaliza la primera temporada de vacaciones de este convulsionado 2022 concluyo que la pasión deja de ser un sustantivo propio de la semana santa para convertirse en una expresión que bien puede aplicarse a un sinnúmero de situaciones que enfrentamos en la cotidianidad y que muchas veces determinan nuestros pensamientos, actitudes y reacciones individuales y colectivas.
Un caso que ilustra la inclinación colombiana hacia el padecimiento es el de los viajeros que, luego de disfrutar de unos días de descanso en Girardot, emprenden el regreso a Bogotá y deben someterse al viacrucis de demorarse más de ocho horas en recorrer los 120 kilómetros que separan a las dos ciudades. El presidente Marroquín, cabalgando sobre el Moro, habría tardado menos tiempo para cubrir el mismo trecho hace ciento veinte años. Además de un ejemplo de pasión (como sinónimo de sufrimiento) esto es un síntoma del subdesarrollo estructural de Colombia. Sustituir la construcción de calles y avenidas por el antipático e inútil pico y placa es otro ejemplo de pasión (como sinónimo de pasividad), tal como lo es la actitud de los funcionarios públicos que culpan al invierno o a los accidentes geográficos de las tragedias que sufrimos año tras año en las épocas de lluvia.
La pasión, en las acepciones negativas que he mencionado y que usualmente mitigamos con los pírricos recursos de la paciencia y la resignación, bien podría reemplazarse por la exigencia, para vivir la pasión en su vertiente constructiva; para transformarla en vehemencia, en aspiración, en fervor. Exigir más de nuestros gobernantes y de nosotros mismos para nunca caer en la pasión de ánimo, que al decir de la Real Academia Española significa tristeza, depresión, abatimiento y desconsuelo.