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Se reduce una vez más el mapa de Colombia

miércoles, 21 de noviembre de 2012
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Luis Fernando Vargas-Alzate

Cuando la canciller colombiana, Maria Ángela Holguín, expresó que la Corte Internacional de Justicia (CIJ) tomaría una decisión salomónica al decidir el fallo sobre el largo litigio que involucró a Colombia y Nicaragua, muchas fueron las reacciones en contra de sus declaraciones.

Incluso se sugirió que la Ministra se estaba desentendiendo del delicado asunto, asumiendo pérdidas territoriales anticipadas. Hoy, luego de todo lo que se ha analizado en torno al fallo, es fácil determinar que sus declaraciones, aunque dadas en tono inusual, acertaron por completo.

El fallo de la CIJ resultó lejano a los pronósticos que se tenían en Colombia. Había una confianza generalizada en los funcionarios del gobierno Santos que hoy contrasta con la tristeza de haber perdido una considerable porción del mar que hasta el pasado lunes se consideraba colombiano. Tanto al norte como al sur del archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, la Corte determinó cercenar los derechos que el país había asumido, amparado en la creencia de que el meridiano 82º era la frontera marítima entre ambas naciones. Sin embargo, asumir dicha frontera sin estar expresa como tal en el tratado Esguerra-Bárcenas y llevar el litigio a la CIJ fue un gran error.

Como se recordará, el tratado en mención es un acuerdo oficial pactado en marzo de 1928 que dio a Nicaragua el derecho sobre las islas del Maíz y la costa de Mosquitos, y a Colombia el control del archipiélago de San Andrés, con todas las islas, islotes y bancos de su jurisdicción. Sin embargo, la delimitación marítima quedó supeditada a la citación expresa de que en ningún caso el mar territorial colombiano pasaría el meridiano 82º, hacia el oeste; asumiendo que esa sería la línea divisoria entre ambas naciones.

En 2007 la CIJ se pronunció a favor de Colombia, cuando dio absoluta validez al tratado en lo concerniente a temas territoriales, no así a los marítimos. Ahora, cuando ya no hay más opción que aceptar la decisión del alto tribunal, entonces aparecen las lecturas sobre los errores cometidos en gobiernos anteriores. El más grave de todos, entregar a la CIJ la jurisdicción para determinar una frontera marítima entre ambos países, cuando era algo que no se debía ni siquiera discutir. Fue un comportamiento de los que Colombia acostumbra, dada su inclinación por las normas y las reglas del derecho internacional, pero que hoy genera absoluto desconcierto. E incluso, motiva una gran pregunta: ¿qué tan positivo es actuar tan legalistas y cuáles son los reales beneficios de otorgar esta clase de litigios a las cortes internacionales?

Lo real es que el daño está hecho. El mapa de Colombia se modificó, otra vez, el pasado 19 de noviembre. Otra fecha que guardará la historia del país como una de esas en las que más territorio nacional es desprendido de la silueta original. Una tercera parte del mar territorial nacional en el Caribe ha pasado a manos nicaragüenses y los cayos de Serranilla, Quitasueño y Serrana quedaron sin comunicación continua entre el territorio nacional. Ahora, por decisión de la CIJ, Colombia tiene sendos enclaves en el mar Caribe nicaragüense.

Las consecuencias son fundamentalmente políticas y económicas, pero también las hay de otra índole. Políticamente es claro que el país perdió peso y su capacidad de negociación se afectó. Sus representantes fueron superados por los pares nicaragüenses. Económicamente la pérdida es inmensa. Se van de las manos del poder colombiano múltiples posibilidades de explotación de recursos naturales, minerales, energéticos y pesqueros que contiene el Mar Caribe en las áreas perdidas. Se reducen notablemente las posibilidades para los pescadores del Caribe colombiano y se arrebatan opciones de turismo que, aunque gradualmente, venían desarrollándose al norte de Providencia y Santa Catalina.

Sumado a ello, muy sonora es la pérdida de territorios nacionales para cualquier gobernante. Quizá es la única condición innegociable cuando se otorga el voto. A los líderes se les entregan determinados kilómetros de propiedad de la nación, y lo mínimo que se espera es que al salir de su mandato, regrese la misma cantidad, a su sucesor.

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