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  • Fernando Álvarez Rojas

lunes, 29 de octubre de 2012

Hace años se enseñaba a escribir con lápiz que borraba; con tinta que para quitarla exigía un borrador grueso que dejaba una macha indeseable y con tinta china que se usaba para las labores más difíciles de geometría y dibujo, dificilísima de borrar.

Con tinta china se alimentaba el tiralíneas, los compás y demás instrumentos que venían en las cajas de matemáticas, junto a ellos, un instrumento dotado con una cuchilla con la cual, con sumo cuidado, a riesgo de romper la hoja, se podía borrar la tinta que a veces se escurría por entre la regla y el tiralíneas o el punto más grueso que quedaba al no haber levantado el compás a tiempo.

Cuanto anhelamos que muchos de nuestros actos, los que han causado dolor y  tristeza, estuviesen escritos con lápiz, que muchos momentos de la nuestra vida fueran borrables sin vestigios, sin dejar huella.  No siempre es así; escribimos con tinta y muchas veces con tinta china. Ahí están los manchones y en otros lugares el papel adelgazado por la cuchilla que trato de suprimir el error.

Escribir sin error es un acto pretensioso que linda con la soberbia.  La vida humana es la imperfección en la conciencia de que hay algo perfecto, a lo cual aspiramos y hacia lo que nos movemos; es el motor inmóvil aristotélico.

 La humanidad es imperfecta, está vestida de tachones. Nuestra condición no es para la desesperanza ni el conformismo. Se trata de tener la conciencia de que escribimos con lápiz; que no hay una condición de error irredimible, que siempre hay esperanza. Hay algo que nos hala a salir de lo imperfecto. Precisamente, por eso reconocemos los errores, porque tenemos la conciencia de que hay algo sin error. Por eso nos afanamos en borrar, no para ocultar sino para corregir. Todo sigue siendo posible como producto del esfuerzo.

¡Cuánto aprendemos del error! Tal vez más que del acierto; de los errores nos acordamos; los aciertos pasan desapercibidos. ¿Por qué aprendemos del error? Porque el error es la invitación a corregirlo, es reto; es un espacio abierto hacia la acción positiva de cambiarlo en acierto. Como el hierro en la forja, la superación del error nos templa, nos da forma. Esa es la vida, el tiempo para resarcir el error.

El error no es una culpa que nos hace dóciles por réprobos, sino mejores por redimidos. Al borrón no debe seguir la mala calificación; sigue el reconocimiento de la conciencia de la equivocación que se trató de enmendar. Es el esfuerzo en el intento de ser mejores, no de ser perfectos.

El error abandonado, dejado ahí, sin propósito de enmienda, es desidia, abandono del esfuerzo, carencia de motivo, ausencia de respuesta por falta de responsabilidad. Somos responsables de nuestros errores porque respondemos corrigiéndolos.

Los errores están  escritos con lápiz, la enmendadura es posible; no hay espacio para desesperanza ni el desespero.  Tampoco para la complicidad de la tolerancia indiferente con el error.

Hay que escribir con tinta china los momentos de esfuerzo, los logros obtenidos cuando se ha luchado contra el error; hay que escribir con lápiz los malentendidos, las distancias, las exclusiones, la indiferencia. El tachón con lápiz lo borramos para escribir con tinta el denuedo que pusimos en superarlo.

Ad portas de un proceso de paz, es la hora de las enmendaduras, de la ausencia de soberbia. Ahí está la plana para corregir, todo debe estar escrito con lápiz, para rehacer lo que haya que reparar.
 

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