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miércoles, 9 de julio de 2014

El “pacto arbitral ficto” o “pacto presunto” es una herramienta que permitirá mayor dinamismo a la figura del arbitraje y que promete sobrepasar algunos obstáculos -particularmente formales- de su práctica. 

El arbitramento surge por la delegación que hacen las partes a uno o varios árbitros, que ellas mismas eligen voluntariamente, para que sean estos y no un juez quienes resuelvan sus diferencias. En otras palabras, en la figura del arbitraje las partes pueden, por voluntad, retirar la jurisdicción a un Juez de la República para dársela a uno o varios particulares llamados “árbitros” quienes resolverán en derecho un determinado conflicto. Esta figura, sin duda, tiene sus ventajas frente a la cada vez más congestionada administración de justicia. 

La puerta de entrada al arbitramento, entonces, es el acuerdo de voluntades de las partes en conflicto. Tal acuerdo puede darse de dos formas: (i) pactándolo en una cláusula del contrato su decisión de someterse a un tribunal de arbitramento y no de un juez -“cláusula compromisoria”-; o (ii) celebrando un “compromiso”, que no es nada distinto a un contrato en el que las partes deciden, voluntariamente, que ciertas diferencias sean resueltas por la vía del arbitramento.

Así, la fuente del arbitraje, y en consecuencia su prueba, es un aspecto fundamental puesto que con ella es posible demostrar el consentimiento de las partes de someterse a la decisión de unos árbitros, y no a la jurisdicción de un juez a la que de ordinario tendría que acudir. De esta forma, solo mediante la demostración de la existencia de un acuerdo en la forma bien de “cláusula compromisoria” o de “compromiso”, es posible acceder al arbitramento. 

Pero, antes de la entrada en vigencia del actual estatuto arbitral, la demostración del acuerdo o pacto arbitral solo era posible presentando prueba documental de dicha voluntad. El nuevo estatuto arbitral, con la introducción del “pacto arbitral ficto”, introduce una suerte de flexibilización en la prueba del acuerdo arbitral, lo que permite llegar al arbitramento incluso sin la necesidad de contar con prueba escrita de la cláusula compromisoria o del compromiso, como hasta hace poco parecía imponerse. 

En efecto, de acuerdo con el artículo 3º del actual estatuto arbitral, basta afirmar ante un juez o ante un centro de arbitraje que existe un pacto arbitral -así no cuente con prueba documental para demostrarlo- para que se entienda prima facie probada la existencia de ese pacto. Ahora, si ninguna de las partes lo niega expresamente al momento de la contestación de la demanda, se entenderá que ambos han entendido probada la existencia del pacto, sin necesidad de prueba adicional. Dicho de otra forma, bastará entonces con la simple manifestación de una parte y la aquiescencia tácita de la otra -con su silencio, por ejemplo- para desplazar la facultad de resolver un conflicto de la justicia ordinaria a la justicia arbitral. 

No obstantes, a pesar de las evidentes ventajas del “pacto arbitral ficto” -al menos en lo que respecta al intento de “relajar” la prueba del acuerdo arbitral-, la figura ofrece en sí misma un sinnúmero de retos tanto para la institución del arbitraje como para la salvaguarda de la voluntad de las partes, considerada desde siempre su columna vertebral. 

Por ejemplo, si las partes no pactaron arbitramento y al momento de contestar el demandado omite hacer manifestación al respecto, ¿podría posteriormente objetarse la existencia del pacto arbitral en el que el demandante dice basarse pero que jamás existió? En los términos en los que está redactado el artículo 3º, la respuesta pareciera ser no. Si el demandado no hizo manifestación alguna sobre la inexistencia del pacto, se entendería que el mismo quedó probado y, en consecuencia, que las partes desplazaron la competencia del juez a los árbitros. No obstante, no puede menos que rechazarse tal interpretación. 

La simple ausencia de manifestación del demandado no es posible -en mi opinión- restringírsele a este la demostración posterior de que tal acuerdo jamás existió. Decir lo contrario implicaría no solo desconocer la voluntad de las partes -esencia del arbitramento-, sino que además llevaría al absurdo de negar a los mismos árbitros la posibilidad de considerar que no son competentes para decidir el litigio si encuentran que, en efecto, jamás existió acuerdo o pacto arbitral. 

Faltará ver cómo los jueces y los tribunales arbitrales interpretan la existencia de la figura del “pacto ficto”; más importante aún, de qué forma la articulan con la volunta de las partes, históricamente la esencia y columna vertebral de la  institución del arbitramento.