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Analistas 20/01/2022

La ausencia de terror

Andrés Caro
Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale

Este 2022 empezó con dos noticias dolorosas y preocupantes. La matanza en Arauca de al menos 27 personas y la publicación de las cifras de homicidios en Bogotá de 2021, que muestran un alza de 7% frente al año anterior.

Después del acuerdo de paz, muchos colombianos confiamos en que fuera verdad lo que dijo el presidente Santos en su discurso del Nobel: “La guerra que causó tanto sufrimiento y angustia a nuestra población, a lo largo y ancho de nuestro bello país, ha terminado”. Ingenuos y expertos hubieran podido saber que esta era una verdad a medias. Los siguientes cinco años han demostrado que la violencia en Colombia, si bien se ha reducido, no se ha terminado. Se ha transformado en una violencia urbana, de bandas y grupos organizados, y ha vuelto -si es que alguna vez se fue- a territorios que nunca han logrado cobrar lo que algunos tecnócratas distraídos llaman los “dividendos de la paz”.

En Colombia siguen matando gente. Y mucha. Kyle Johnson ha hecho un análisis para Razón Pública que vale la pena leer: las masacres han aumentado, el desplazamiento masivo se triplicó y el año pasado mataron a más miembros de la Fuerza Pública que en años anteriores. La violencia urbana está aumentando y, afuera de las ciudades, los narcotraficantes sí que están cobrando los dividendos de su oficio, aprovechando el dólar de $4.000.

Johnson explica que varios de los conflictos activos son entre grupos criminales. En Chocó, entre el ELN y las Autodefensas Gaitanistas. En Nariño, entre disidencias de las Farc. En Cauca, entre el ELN y la Segunda Marquetalia. En Putumayo, entre el Frente Carolina Ramírez de las disidencias y la Segunda Marquetalia. En Bolívar, entre las Autodefensas Gaitanistas, el ELN y las Farc. En Norte de Santander, entre el ELN y los Rastrojos. No en vano habla de “varios conflictos armados”, y en los que en varios casos el Estado parece tener el rol de espectador.

Y estos grupos se están organizando. El fiscal ha dicho que ya se habla de un “nuevo secretariado” de las disidencias de las Farc. Aunque queramos caer en la tentación de pensar que el panorama es idéntico al de los años 90 o 2000, no debemos hacerlo. El conflicto ha cambiado y han cambiado las fuerzas. La violencia se ha trasladado y ya no está limitada a grandes grupos armados con ideologías, estrategias e intereses claros, y con más o menos claros nexos con la clase política. Esto hace que el Estado deba enfrentarse a un conflicto atomizado que seguirá causando daños a la población civil.

Si el Estado toma la decisión de que es mejor que los grupos ilegales se sigan matando entre ellos, y si la primera reacción de nuestros líderes al ver a las víctimas de una masacre es pedir su pasado judicial (¿los muertos con pasado judicial importan menos para nuestros políticos?), está demostrando el abandono a su primer deber, el de proteger a la población, el de no dejar que la gente se mate en su territorio. Si abandona este deber, se arriesga a que la población decida abandonar su alianza con el Estado. Esta alianza, en los términos contractualistas más básicos, está basada en una promesa de obediencia a cambio de protección, y es muy frágil. Así, el Estado pone en riesgo, además de la vida y del bienestar de millones de personas, y su futuro, la posibilidad del orden. Su ausencia y su inacción son elocuentes.

La solución definitiva a la violencia no fue -nunca pudo ser- el acuerdo de paz. Tampoco es ver el conflicto y la violencia desde la tribuna, y esperar que baje el dólar, que Maduro se caiga, que Estados Unidos legalice las drogas, o que se terminen de matar entre las bandas criminales. El Estado debe actuar; quizás el reto más grande de Colombia sigue siendo el completo control territorial.

Mientras se consigue esto, nos queda pedir, citando a la rapera inglesa Kae Tempest, “paz, o al menos la ausencia de terror”.

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