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Es muy riesgoso para el Gobierno pretender sacar adelante reformas embutidas en el plan nacional de desarrollo, un vicio que han tenido todos los presidentes
Cuando se revisa la historia de los 65 años del Departamento Nacional de Planeación se encuentra que es una vida llena de altibajos, protagonismos y bajos perfiles, y todo porque los presidentes de turno han utilizado esta oficina como una herramienta política y no de planeación como su nombre lo indica.
Incluso hay algunos que le han dado exceso de protagonismo a la hora de ejecutar el presupuesto general de la Nación. Hasta hace poco se consideraba el DNP como un ministerio adicional por la capacidad de ejecución que tenía, pero más aún por el impacto en el protagonismo de los congresistas en sus regiones de origen. El director de Planeación era el funcionario más apetecido por senadores y representantes para que empujara obras en municipios y departamentos especialmente con dinero de las regalías que aún pagan las petroleras y mineras por sus extracciones.
La diferencia entre buscar el oficio del jefe del DNP o a un ministro ordinario es que el duro de Planeación, solo es importante los primeros 100 días de la administración cuando se confecciona la hoja de ruta para su cuatrienio, luego pasa totalmente desapercibido al final del mandato.
Los últimos cuatro presidentes, incluyendo al actual, han pervertido los roles y funciones del DNP sacrificando su tarea de planear, proyectar y comprender los problemas nacionales en función de un manojo de proyectos de ley embutidos en el Plan de Desarrollo para que se aprueben a la carrera aprovechando el pupitrazo en el Congreso.
Los últimos planes son una suerte de sumatoria de iniciativas gubernamentales y parlamentarias que quieren asegurar su financiación, de tal manera que pasen desapercibidas y se hagan realidad con fuerza de ley. Jorge Iván González, el director del DNP, ha intentado corregir los vicios burocráticos y negociantes que se han instalado en esta entidad, pero los pecados pasados se han entronizado en la cultura negociante del viejo DNP, en donde algunos de los funcionarios más experimentados actúan como una simple Unidad de Trabajo Legislativo (UTL) de un congresista habido de contratos.
Por eso mismo llama la atención la diversidad de facultades que el documento da al Presidente, que van desde la posibilidad de crear un sistema de transferencias o subsidios, hasta modificar la naturaleza jurídica de entidades de la rama ejecutiva; todo un abanico de poderes sin una justificación clara sobre su inclusión en un plan de desarrollo.
Aún más incomprensible es la diversidad de ejes que se desprenden de los llamados diálogos vinculantes: la mayor cantidad de propuestas la recibió el de seguridad humana y justicia social con 44% del total; a este le siguió el ordenamiento territorial alrededor del agua con 17,9%; luego, el derecho humano a la alimentación con 15,5%; después el de transformación productiva, internacionalización y acción climática con 11,6%; y finalmente estuvo la convergencia regional con 11%.
Ahora, el Gobierno debe llevar su plan al Congreso, construido con estos ejes, para que este lo apruebe y defina la planeación de los próximos cuatro años; el problema es que una colcha de retazos es inferior al reto de definir el rumbo del país y se puede repetir la historia de la aprobación a pupitrazo de reformas embutidas, experiencia que no ha resultado positiva para el futuro económico.
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