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Analistas 16/11/2012

Uribe, un Laureano “reloaded”

Analista LR
La República Más
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Dentro de las múltiples leyendas que se cuentan de Laureano Gómez se dice que cuando paseaba por la séptima, en los años cuarenta, era muy frecuente que los políticos, liberales y conservadores, se cambiaran de acera al avistarlo desde lejos. Gómez era el “Hombre tempestad”.

Difícil no evocar esas historias al conocer este martes que Gabriel Silva “se le cambió de acera” al ex presidente Álvaro Uribe y evitó saludarlo en el aeropuerto de Miami. Lo contó el propio Uribe y reconoció que le gritó algo como: “Adiós ministro, que le vaya bien”, en ese estilo suyo, picapleitos.

El episodio, que ocurrió antes del rifirrafe protagonizado por Silva y su ex jefe esta semana, me confirma  algo que he venido sospechando hace ya un tiempo: Uribe cada vez se parece más a Laureano en el fondo y en la forma y, de no mediar un fracaso estrepitoso en los diálogos de paz (algo no muy difícil), Uribe y el uribismo pueden tener un destino similar al de Laureano y el laureanismo en menos de una década.

Con esta comparación no me refiero tanto a que ambos simbolizan una ultraderecha guerrerista y belicosa que esgrime abiertamente las razones de fuerza como único argumento para doblegar al enemigo. Gómez practicó inclusive un terrorismo desde el Estado que bañó de sangre al campo colombiano. De Uribe sería injusto decirlo, pero sí se puede afirmar que todavía tiene explicaciones pendientes sobre su eventual respaldo a los paramilitares en su origen y luego en su expansión, y sobre todo en el posible apoyo de éstos cuando fue elegido y reelegido. Mancuso lo ha dicho varias veces, pero a su voz le han puesto sordina en la gran prensa. El siniestro Yair Klein lo sugirió esta semana al hablar de un hacendado que financió el entrenamiento de los “paras” y luego llegó a ser presidente, y dos días más tarde le bajó el tono para decir que lo escuchó de terceros, y que él nunca conoció a Uribe.

La comparación tampoco estriba en que ambos son representantes eméritos de la confrontación hostil y abierta como método político. En el libro que escribió Óscar Castaño sobre Álvaro Gómez, este último contaba que doña María Hurtado, su madre y esposa de Laureano, consideraba a su marido como un buen miembro de familia porque cuando llegaba a la casa “ya venía peleado”. Era cierto, Laureano guerreaba con los “godos” ospinistas, con los suyos, con los liberales de Gabriel Turbay, con los de Santos, con los de López Pumarejo. A llegar a la casa ya no tenía arrestos para pelear con nadie más.

Desde su reelección, y en sus dos años de ex presidente, Uribe ha peleado con Chávez y Correa, con las cortes, con la prensa de aquí y la de afuera, con la Fiscalía, con el Polo, con los liberales, con la U, con Santos, con sus ex ministros. Hay eso sí, una distinción entre Uribe y Laureano. Este último, como corresponde a un estadista, peleaba para arriba (el concepto es de Churchill); Uribe, en cambio, casa peleas con cualquiera. De ese modo, es igual verlo confrontando (brillantemente por demás), a Chávez en República Dominicana, o a un simple  parroquiano en un consejo comunal que le gritó alguna consigna, o a un estudiante que lo rechifló. Es el estilo camorrero del “sea varón”, o del “le voy a dar en la cara, marica”.

No; en el fondo el parecido entre estos dos es que Uribe se vuelve cada vez más un “hombre tempestad” como Laureano, por el espíritu belicoso que pontifica sobre la opción armada, por la confrontación agresiva a todo oponente como única fórmula del discurso, y por la tozudez de ser los únicos, los imprescindibles. Es una actitud tan incendiaria que provocó, en el caso de Gómez, que el país político se uniera sin fisuras contra él en toda elección donde se presentara el laureanismo o el alvarismo. Ese terror de volver a tener un hombre tempestad en el poder hizo que Álvaro Gómez (heredero de papá) perdiera siempre de manera contundente.

La clase dirigente colombiana, transaccional y negociadora por esencia, le teme mucho a esos discursos radicales (ningún ex presidente manifiesta la menor cercanía con Uribe, por ejemplo). Me atrevería a decir que el colombiano promedio tampoco gusta de la política del forcejeo y la camorra. Por todo esto, y contando con que el proceso de paz no signifique una enorme frustración (algo muy posible), el uribismo en 2020 debe estar convertido en un grupo de derecha con un respaldo popular relativo, no demasiado numeroso, que le dará para seguir llegando al Congreso por varios periodos y para tener candidatos presidenciales que se muevan en la franja de esos que votan casi de manera doctrinaria (como laureanistas y alvaristas). Un movimiento que por sí solo no ostenta opciones reales de poder y que, en cambio, sí consigue aglutinar a todos los rivales en su contra.

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