MI SELECCIÓN DE NOTICIAS
Noticias personalizadas, de acuerdo a sus temas de interés
Según las últimas encuestas, más de 80% de los bogotanos consideran que se deben prohibir las corridas de toros, cifra que no es muy diferente a las mediciones similares que se han hecho en España, donde tres cuartas partes de la población no gusta del espectáculo.
En verdad, las corridas son una tradición un tanto anacrónica, donde se celebran valores pasados de moda: la hombría, la valentía, la supremacía del hombre sobre la naturaleza, el honor y la gallardía.
Y se torturan y matan toros, de eso no hay duda.
Además de las banderillas, que le cortan el lomo, y la pica que le desgarra los músculos del cuello; el estoque, cuando el torero lo pone bien, le genera una hemorragia interna que usualmente lo mata de asfixia. Si lo pone mal, el torero literalmente mata a puyazos al animal, perforándolo una y otra vez hasta que la bestia no puede más y, echado en el piso, le entierran un puñal en el cerebelo.
Después vienen los aplausos y, dependiendo de la faena, la mutilación post mortem del animal, cuyos apéndices se vuelven trofeos, siendo dos orejas y el rabo la máxima premiación posible.
Por eso es que la mayoría de la gente rechaza las corridas y, con bastantes argumentos, los animalistas quieren prohibirlas, como lo han logrado hacer en muchos lugares.
Sin embargo, es fundamental para la democracia colombiana y para el estado de derecho, que las corridas de toros existan y que quienes disfrutan del espectáculo lo puedan seguir haciendo. Así como suena, y me explico.
A pesar de la celebración ininterrumpida de faenas desde el siglo XVI, mediante la Ley 916 de 1996 se expidió el Reglamento Nacional Taurino que, entre otras muchas cosas, le prohibe a los alcaldes prohibir las corridas en aquellos lugares donde hay plazas de toros permanentes.
Esta ley, y otras como la Ley 84 de 1989, que es el Estatuto Nacional de Protección de los Animales, por cuenta de los antitaurinos, han sido de las más demandadas en la historia colombiana. Sin embargo, esta polémica jurídica concluyó hace un par de años con la sentencia C-666/10 donde se cerró definitivamente el tema: los toros, las peleas de gallos y el coleo son protegidas por la Constitución por tratarse de manifestaciones culturales.
O eso creíamos, hasta que llegó el alcalde Petro y con maniobras leguleyas suspendió las corridas en la capital. Repito: a la mayoría de la gente en la ciudad les disgustan los espectáculos que dan muerte a los animales y que constituyen un innegable maltrato a los mismos y, en gracia de discusión, supongamos que el Alcalde los representa.
El punto es que los derechos constitucionales y el imperio de la ley no pueden estar supeditados al capricho del gobernante del turno. En eso precisamente consiste el estado de derecho. Si la ley le prohibe a los alcaldes prohibir las corridas estos no lo pueden hacer por mucho que les mortifiquen. Lo que sí pueden hacer es utilizar el proceso democrático para cambiar la ley, algo que el Alcalde y los animalistas parecen desconocer cuando escogen las vías de hecho para llegar a sus objetivos.
Ahora bien, los enemigos de las corridas podrán alegar que someterán a referendo su pretensiones y que esto es democrático. Quizás. La democracia plebiscitaria es bastante dudosa, como lo demostraron Hitler, Chávez y Pinochet, quienes se hicieron dictadores con el mecanismo. Más aún, someter a la decisión de las mayorías los derechos de las minorías invariablemente lleva a un atropello de estos últimos.
Mientras que el Congreso de la República no modifique la ley, todos los ciudadanos están obligados a cumplirla, incluyendo el alcalde Petro y los animalistas. Es su prerrogativa protestar y proponer cambios, inclusive la prohibición, pero serán solamente los representantes del pueblo colombiano, constitucionalmente ungidos con esta facultad, quienes podrán hacerlos.
Ignorar al Congreso es poner en duda a la democracia y, sobre todo, minar el frágil estado de derecho que con tanto esfuerzo seguimos construyendo.