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Analistas 22/11/2013

Íngrid y el país que desprecia a sus víctimas

Analista LR
La República Más
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Creo, sin dudarlo, que Íngrid Betancourt la embarró el día en que anunció que iba a demandar al Estado colombiano por $15.000 millones por no haberle prestado seguridad aquel 23 de febrero del 2002 cuando se la llevaron las Farc y la tuvieron secuestrada seis años y cinco meses.

Un garrafal error de cálculo político que quizá no pueda subsanar jamás. Una torpeza inexcusable, pero no por el elemento vulgar de meterle plata a su drama; tampoco por desconocer el esfuerzo del Ejército por rescatarla varias veces (algo que su familia no aprobaba por el temor a un desenlace fatal), o el éxito de la famosa operación Jaque, que la liberó sin un tiro y apenas con un par de puñetazos al subversivo que fungía de carcelero de los políticos cautivos.

No, el error de cálculo surge de no atender a un extraño síndrome colombiano que repudia a las víctimas, las esconde, justifica su situación. El caso de Íngrid es emblemático y terriblemente injusto: en esos seis años largos de cárcel en la selva, en lugar de solidarizarse con ella por el indudable infierno que debía estar pasando, los colombianos empezaron a sentir un cierto fastidio, un rechazo a la insistencia de su mamá tocando puertas y hablando en todas partes, una incomodidad con los ataques de su familia al presidente Uribe por la tozudez de no aceptar hablar de intercambio humanitario.

La foto de Íngrid en su último año de secuestro, con la cabeza gacha, los brazos raquíticos, la piel del rostro grisácea, la tela burda de la camisa mal cortada, la atmósfera hondamente triste, esa foto que debería entrar en la antología de las imágenes históricas de este país no logró remover esa aprensión. Es ciertamente una injusticia gigantesca, no solo por desconocer que seis años y medio arrebatados a la vida rompen cualquier normalidad afectiva, profesional, social, psicológica, orgánica. Son seis años y medio de piojos, calores infernales, malnutrición, de defecar entre los árboles, aislada del mundo y sus procesos, con el terror de morir a cualquier hora. Casi nadie recuerda que las Farc en el momento de llevársela aseguraron que le daban al Gobierno un año para intercambiarla y que después no respondían por su vida, con lo cual quedó en el aire la posibilidad de ejecutarla transcurrido ese plazo.

Pero además es infame porque el Gobierno de Pastrana, presidente cuando se la llevaron, consiguió vender la idea de que se trataba de una mujer medio loca, o en el mejor de los casos una oportunista en campaña política, a la que se le había advertido que no se metiera en esa zona, que no le podían garantizar seguridad. Muchos colombianos quedaron con esa idea y el horror de su cautiverio se matizó siempre con un “ella se lo buscó”.

Lo que casi nadie sabe es que el movimiento Oxígeno Verde, del cual Íngrid era la cabeza, tenía un solo alcalde en el país, el de San Vicente del Caguán, el municipio que era el centro del despeje. Faltando pocos días para que se rompiera el proceso de paz, ese funcionario la llamó con gran angustia por la inminencia del fin de los diálogos, lo cual lo dejaba a él en una situación muy peligrosa. Íngrid le prometió que si eso llegaba a suceder iría a acompañarlo. Su traslado al Caquetá, entonces, se dio por cumplir una promesa.

Para ese momento, ya Íngrid le hacía oposición a Andrés Pastrana, a quien  había respaldado en las elecciones del 98  en contra de Horacio Serpa; el Presidente le retiró los escoltas y le negó un cupo en el helicóptero en el que se iban a  desplazar varios funcionarios. Persistiendo en su promesa, Íngrid se fue por su cuenta en automóvil y casi entrando al Caquetá la secuestraron.

Pero también es una injusticia enorme porque ella se perfilaba como uno de los políticos interesantes al futuro, con varias acciones importantes en ocho años de Congreso. Era un poco impulsiva, conflictiva quizá; se le criticaba su condición de niña rica estudiada en Francia, su apego a lo mediático, falta de experiencia y escaso fundamento intelectual. Algo de eso podía ser verdad, pero ella lo compensaba con una recia postura ética y con una lucha convencida contra la política venal.

La gente olvidó que fue ella quien destapó el escándalo de Foncolpuertos, en un debate ejemplar; que hizo huelga de hambre cuando se conoció cómo iba a quedar conformada la Comisión de Acusación que investigaría a Ernesto Samper, y que finalmente lo absolvió; que denunció de frente la entrada del narcotráfico al liberalismo, y por eso tuvo que enviar sus hijos a Francia por seguridad; que fue a la Convención Liberal donde se iba a aclamar a Serpa candidato (sucesor de Samper) y renunció a pertenecer a ese partido en medio de abucheos y silbidos.

Ahora Íngrid será precandidata. Enhorabuena, aunque no creo que le vaya bien. Este país odia a sus víctimas; es el país donde los muertos se buscaron su destino porque “algo debían”.

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