El paisaje previo a los comicios electorales incluye siempre el desfile de los cadáveres insepulcros de algunas iniciativas populistas que en el pasado ya han sido derrotadas por la técnica. Hace dos años publiqué una columna acerca de un debate que hoy en día se encuentre en el mismo punto, fomentado por los mismos actores. Por la vigencia de los argumentos allí planteados, me atrevo a republicarla:
El debate sobre el precio de los combustibles arde fuertemente. Un enérgico grupo de congresistas pretende estar traduciendo heroicamente el clamor del pueblo por gasolina barata. De otra parte, hay un Gobierno de altas competencias técnicas que en cabeza del presidente Santos ha manifestado su rechazo a esta iniciativa, considerándola socialmente nociva.
¿Cómo pueden dos bandos tener posiciones antagónicas y sostener al tiempo que su propósito es el mismo? La respuesta es matemática: al menos uno de los dos está equivocado. Como veremos, media un abismo entre el discurso populista que sustenta la iniciativa de reducir el precio de la gasolina y el interés de la sociedad en su conjunto. La promoción de un combustible barato, a pesar de ser electoralmente redituable, esconde falacias económicas, sociales y ambientales.
Sin embargo, la conexión entre la gasolina cara y el bienestar de los pobres no es evidente, parece incluso contraintuitiva, por lo que no es gran reto recoger firmas en contra de la actual situación tarifaria. Lamentablemente, la desinformación es el combustible del populismo.
En primer lugar, sugerir un precio para la gasolina teniendo en cuenta sólo los costos de producción es de lesa economía. Estaría desconociendo un concepto capital de los mercados: el costo de oportunidad. Si Ecopetrol dejara de percibir ingresos por suavizar el precio interno de la gasolina, estaríamos frente a un subsidio indirecto, que en este caso sería regresivo y antitécnico. Los recursos que transfiere la gigante petrolera al presupuesto financian inversión social para todos, mientras que el alivio tarifario beneficiaría a unos pocos, los de mayor ingreso. Menor inversión social para los pobres a cambio aliviar el bolsillo de los de mayor ingreso es lo que finalmente suscribirían los desinformados firmantes de esta convocatoria.
En segundo lugar, un menor precio de la gasolina terminaría fomentando su demanda, lo cual sería perjudicial para el país por varias razones. Una de ellas es que retrasaría el desarrollo de la industria de gas, en la cual Colombia tiene enormes potencialidades. También sería indeseable desde el punto de vista ambiental, toda vez que se desincentivaría el uso de combustibles limpios aumentando la enorme contaminación asociada al consumo de gasolina. Por último, aumentaría la dependencia petrolera del país, en un momento en el cual el mundo lleva a cabo ingentes esfuerzos por reducir las vulnerabilidades al crudo.
En mi opinión, el precio de la gasolina ofrece una gran oportunidad para liderar un tránsito hacia combustibles más baratos y ambientalmente amigables. El esfuerzo de los legisladores debería concentrarse en ayudar a obstruir los mecanismos de transmisión de la gasolina a la canasta familiar de los pobres. Para ello, es perentoria la reconversión de los sistemas de transporte masivo y de alimentos hacia gas y biocombustibles.