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jueves, 14 de mayo de 2015
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El gran calumniado en todo el debate sobre el uso del glifosato es el glifosato. No es que el herbicida sea maravilloso para la salud, ni mucho menos. El glifosato es un veneno diseñado para controlar malezas y en esto es muy efectivo, tanto así que solamente en los Estados Unidos se utilizan 165 millones de libras anuales del químico en el agro, 8 millones en los jardines de hogares y 15 millones en el sector de comercio e industria. 

En Colombia su uso se remonta a 1978 cuando se introdujo al país para asperjar desde el aire las malezas de los cultivos de arroz y caña de azúcar. Su nombre comercial es Roundup y lo venden en todas las tiendas de insumos agrícolas del país. Al igual que en Estados Unidos, es tan difundido que se ha convertido en un término genérico de la faena agraria.

Los campesinos del Huila y el Tolima, por ejemplo, dicen que van a rondiar un lote, que no es otra cosa que saturarlo de Roundup o glifosato, para prepararlo antes de sembrar las semillas de arroz. 

La polémica sobre el uso de glifosato se remonta a mediados de los noventa cuando empezó a utilizarse en la aspersión de cultivos ilegales. Tan pronto aparecieron las avionetas antinarcóticos aparecieron también las denuncias sobre la muerte de semovientes, abortos, enfermedades de la piel y toda clase de patologías. 

Curiosamente, lo mismo no había ocurrido en los quince años anteriores, ni tampoco se tenían (ni se tienen) reportes de casos similares en 98% de las superficies agrícolas legales del país asperjadas con Roundup.

Todo parece indicar que el glifosato es malo para los seres humanos y los animales cuando están al lado de un cultivo de coca o amapola y no cuando se trata erradicar diente de león en los jardines bogotanos.  

El glifosato es la herramienta más efectiva para controlar la agricultura ilícita, de eso no hay duda. En 2000, cuando empezó el Plan Colombia, las áreas cultivadas con coca superaban las 145.000 hectáreas y para 2012 no llegaban ni a la tercera parte. La erradicación manual, su alternativa, es costosa en términos humanos y materiales sin ser tan efectiva.

Ahora resulta que la OMS acaba de clasificar al glifosato en la categoría 2A como sustancia “probablemente cancerígena”. Esta clasificación la comparte el café, la yerba mate, el aloe vera, las peluquerías y la fritura con aceite. 

Sin embargo, el informe sirvió como pretexto para que el gobierno anunciara la cesación casi inmediata de la fumigación con glifosato en todo el país. 

A pesar de los aplausos de unos y las críticas de otros, lo cierto es que la decisión parece improvisada. De inmediato la pregunta es, ¿qué pasará con 98% del glifosato que se utiliza para la agricultura convencional? ¿También queda prohibido? ¿Si esto es así, y hay que atender el principio de precaución esbozado por la Corte Constitucional, debemos prohibir el café, las arepas de huevo y el champú? ¿Qué será de Norberto y de Jorge Efrén? 

Hasta ahora no hay respuesta, ni la habrá, por una sencilla razón. El gobierno enfundó de un golpe su mejor arma en la guerra contra las drogas al prohibir la aspersión con glifosato, decisión que en el fondo nada tiene que ver con químico y todo que ver con el cambio en la política antinarcóticos en el Hemisferio Occidental y en Europa. 

Inclusive, ni siquiera se trata de un acuerdo clandestino con las Farc, como lo sugieren algunos perspicaces. Existe un consenso emergente a nivel internacional sobre el fracaso de cuarenta años de batalla contra el tráfico ilegal de estupefacientes, tanto así que los Estados Unidos se han sumado a los esfuerzos latinoamericanos por reformar los aspectos más prohibicionistas de las convenciones antinarcóticos de la ONU. 

Es hora ya de mirar alternativas y el tiempo de la legalización parece que se está acercando más rápido de lo esperado.

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